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En enero de 2017 asistí como espectadora a una mesa redonda sobre los nuevos retos del crowdfunding en la cultura que se celebraba en el marco de MuseumConnections, una feria de productos para museos, en París. Participaban en la discusión representantes de instituciones que se habían servido del micromecenazgo para financiar alguna de sus actividades, de dos plataformas especializadas en financiación colectiva de proyectos culturales y del Centre des Monuments Nationaux, agencia pública francesa de conservación, estudio y difusión del patrimonio que acaba de crear su propia plataforma de recolecta de donaciones de particulares.
El crowdfunding, también llamado micromecenazgo o financiación colectiva, es un “fenómeno de desintermediación financiera por la cual se ponen en contacto promotores de proyectos que demandan fondos –mediante la emisión de valores y participaciones sociales o mediante la solicitud de préstamos- con inversores u ofertantes de fondos que buscan en la inversión un rendimiento”[[ Esta es la definición corriente que recoge Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Micromecenazgo [07.04.2017]]]. La percepción popular es que, gracias al crowdfunding, se pueden financiar proyectos que no encontrarían apoyo económico por la vía tradicional (de la subvención pública o de una gran inversión privada) y, con esa idea, en los últimos años, se han lanzado campañas de recaudación de fondos para rodar películas, grabar discos, publicar libros o hacer exposiciones. Y, a estas alturas, todos conocemos a alguien que ha lanzado o ha participado como donante en una de ellas.
A priori puede parecer la solución a todos los males de la economía cultural, especialmente en los últimos años con el recorte en subvención tanto pública como privada y los efectos de esto en el mercado, entre otras cosas. Pero lo que antes era la excepción va convirtiéndose poco a poco en la norma y, con ello, va pervirtiéndose el asunto. Para resumir: la mesa redonda a la que asistí en enero acabó con la moderadora diciendo que la utopía era que, en un futuro próximo, todos fuéramos donantes y micromecenas de proyectos culturales a través de esas plataformas y con una especie de exaltación colectiva de las virtudes del crowdfunding. Estas virtudes siendo no solo monetarias (la recaudación de fondos propiamente) sino también el impacto publicitario y, sobre todo, la implicación del público en la iniciativa en cuestión ya que, en general, éste puede hacer un seguimiento del desarrollo del proyecto e incluso recibe algún tipo de recompensa por su participación.
Llegados a este punto, yo me pregunto qué clase de utopía es esa en la que recae en el individuo la responsabilidad de hacer posible la producción cultural, en la que los promotores culturales se ven obligados a convertirse en profesionales del marketing, a vender sus proyectos como productos y a rendir cuentas de su trabajo a cada paso para que los inversores evalúen sus avances. Me pregunto también cómo hemos llegado a una situación en la que museos e instituciones públicas creen que la mejor manera de implicar al público en sus actividades (ya financiadas en gran parte por capital público y por las entradas que pagan sus usuarios) es pidiéndole dinero una tercera vez. Y me pica la curiosidad de saber qué tipo de cultura nos quedaría si el crowdfunding se convirtiera en la manera habitual de financiar los proyectos artísticos. Si, en vez de reclamar políticas culturales adaptadas a las necesidades del sector, nos dejamos llevar por la inercia y lanzamos una campaña de financiación colectiva cada vez que queremos hacer algo, y competimos entre nosotros por el mismo apoyo. O mejor, nos servimos de nuestra red de contactos para “realizar nuestros sueños”, como se dice en el lenguaje habitual de estas plataformas.
¿Habría una mano invisible que regulara este nuevo funcionamiento? ¿O pasaría que los mejor dotados para (o adaptados a) este sistema conseguirían el mayor número de recursos para llevar a cabo sus ideas? ¿Quién tiene la mejor idea o los mejores amigos? ¿Quién posee una mayor cantidad de tiempo para dedicarse a dar publicidad a su proyecto? ¿Quién ofrece la mejor recompensa por participar? Me parece que antes de hablar de utopías, de sueños hechos realidad, de comunitarismo o de libertad de implicación del público, como se hizo en esta mesa redonda de enero a la que asistí, conviene tener claras una serie cosas. Como por ejemplo, que no es lo mismo una campaña de preventas de un producto que una de crowdfunding. O que, si la recompensa por donaciones es una deducción de impuestos, a lo mejor no es correcto hablar de mecenazgo, ni de altruismo, ni de autogestión. Por no insistir en lo sorprendente de querer generar comunidad y nuevos usuarios de la cultura a través de campañas de recaudación de fondos y no de programas educativos o de sensibilización.
Temblores me entraron cuando la moderadora de la mesa redonda afirmó, dejándose llevar por la euforia generada en veinte minutos de debate, que “this is just the beginning”. Y pensé en los artistas encarnando el nuevo espíritu del capitalismo[Boltanski, Luc; Chiapello, Ève:El nuevo espíritu del capitalismo. Madrid, Akal, 2002 [Paris, Gallimard, 1999]]], en la excepción convirtiéndose en norma, en todos compitiendo contra todos en un sistema regido por la ley del más fuerte. Y también pensé en algunos ciudadanos americanos que ya, ahora, están usando el crowdfunding para pagar sus tratamientos médicos porque no tienen un seguro que les cubra esos gastos, y en los posibles donantes juzgando la gravedad de su enfermedad y de su situación económica a partir de un vídeo hecho para apelar a la empatía e [incluso a la pena.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)