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Hace unos días, la banda australiana de pop-rock psicodélico Tame Impala publicó en su muro de Facebook que les habían ofrecido 100.000$ por poner música a un anuncio de telefonía móvil y preguntaba a sus fans qué debían hacer. El muro enseguida se incendió con comentarios a favor y en contra de ceder una canción para publicidad y pocas horas después había ya miles de opiniones más o menos argumentadas en un larguísimo hilo de conversación. Que si “os lo merecéis”, que si “no os vendáis”, citas de y comparaciones con otros grupos que sí han trabajado para spots televisivos y con otros que se han negado a hacerlo y que además han hecho de ello una seña de identidad.
¿Qué hay de malo en ceder una de tus canciones para publicitar un producto? Según se desprende de las respuestas a Tame Impala, poner música a anuncios es algo que no todos los grupos pueden hacer, algo que queda reservado a las bandas más comerciales, a las que han tenido un éxito más rápido, a las menos indies -sea lo que sea eso. Es decir que a nadie le gusta que su grupo favorito, al que ya seguían cuando aún no era tan conocido y que les hacía sentir especiales por esta razón, se pase al mainstream, a la tele. No parece que dependa tanto del producto anunciado ni de la marca -aunque, si se tratara de un spot para las Fuerzas Armadas en vez de para un teléfono móvil, la discusión quizás sería otra- sino mucho más del hecho de vender una canción a una marca comercial. Entre las respuestas positivas hay las que instan al grupo a aceptar la oferta porque se lo han ganado con su trabajo previo, porque si no lo hacen ellos otro lo hará y negándose tampoco se está combatiendo ningún mal (el de la obsolescencia programada me viene a la cabeza), y así pueden grabar más discos, comprarse instrumentos nuevos y hacer más giras. Henry Rollins explica muy bien, desde esta perspectiva, el problema del indie con la publicidad en este vídeo.
La misma semana se desataba una polémica entre el fabricante de juguetes Goldieblox y los Beastie Boys a propósito de un anuncio del primero que utilizaba una versión de una canción del dicho grupo -sin haberle pedido permiso a sus miembros. Que Beastie Boys denunciasen públicamente este hecho le pareció fatal a todo internet, ya que la nueva versión cambiaba la letra y el tono de la canción (muy machista, sin que haya quedado nunca claro si era una broma o no) de tal manera que la convertía en un himno de empoderamiento para niñas. Al parecer, lo que los músicos no podían soportar era ver su canción, versionada o no, y a pesar del mensaje positivo, en un anuncio, pues esto era algo que habían hablado antes y que incluso Ad Rock, el miembro de Beastie Boys fallecido el pasado año, había dejado escrito en su testamento. Esto viene a confirmar lo que decíamos más arriba: no es por no salir en televisión y darse a conocer al gran público, es por no ser asociados con un producto y con una marca comercial, por no servir a una corporación capitalista: si el objetivo es comercial, no hay feminismos ni buenas intenciones que valgan.
Otro caso, también difundido recientemente, es el de la marca de chicles Beldent y su spot con gemelos idénticos presentado como proyecto artístico en el MACBA -Museo de Arte Contemporáneo de Buenos Aires-. El vídeo, al principio, es creíble, pero cualquiera se da cuenta en algún momento de que eso no es ninguna acción artística sino una estrategia comercial pura y dura presentada en un museo, con el beneplácito de éste. Las instituciones artísticas se financian con dinero de grandes empresas y de bancos sin preguntarse de dónde viene el dinero ni qué intereses hay detrás de esas donaciones, escenificando una especie de “coge el dinero y corre” en la línea de las respuestas positivas a la pregunta de Tame Impala. Me pregunto por qué en la música es tan problemático que sea evidente que se sirve a unos intereses comerciales y que, en cambio, las artes visuales se presten a la propaganda con tanta facilidad. Parece, pues, que sólo si la intención comercial es clara y evidente, el artista debe cuestionar e incluso rechazar el trato. ¿Puede, entonces, el caso de Beldent sentar un precedente?
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)