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Como todas las grandes decisiones, aquella no fue una decisión demasiado meditada. El Brexit se había puesto en marcha con menos repercusión y caos del anunciado, Italia anunciaba que abandonaba el Euro y la nueva crisis del petróleo hacía que volar barato fuera un recuerdo del pasado. Sin embargo, creo que no fue eso lo que inició el cambio, había muchos factores que propiciaron lo que vino después.
Todo comenzó en la primera y segunda década de los 2000, que se caracterizó por una huida constante. La crisis golpeó con más fuerza que nunca y la industria cultural, que, a excepción de cierta época dorada en los noventa, siempre se movió en lo precario, estaba completamente devastada. Lo que se conoció como “fuga de cerebros” afectó a muchos artistas y trabajadores culturales que se marcharon fuera: Berlín, Ámsterdam, Londres, Paris eran los destinos que se elegían sin fecha de vuelta. Los estudios de máster en el extranjero se convirtieron en un must para cualquier artista o trabajador cultural y no eran estudios baratos. En un entorno de naturaleza económica inestable, los estudios en universidades privadas en el extranjero estaban al orden del día, hacer un máster en una universidad de nuestro país valía para poco y estudiar fuera costaba mucho. Aun así, muchos lo hicieron: algunos con ayuda pública, de fundaciones privadas o simplemente trabajando y estudiando a la vez. Las universidades nacionales, que nunca mostraron un excesivo interés por la cultura, miraban aliviadas, entendiendo que esa labor no les correspondía a ellas. Años después, todo es diferente.
Otro de los motivos venía de más atrás, del deseo de estar en una escena internacional a la que nuestro país no acababa de pertenecer del todo. Para los artistas, trabajar en un entorno que les permitiera vivir de su trabajo parecía un sueño y, para los trabajadores culturales, salir de un sistema en el que se podía acceder a trabajar en una institución pública sin oposición era una oportunidad perfecta. Además, se daba una extraña paradoja: cada vez que un agente cultural decidía salir y comenzar una práctica fuera de nuestras fronteras se volvía más popular en su tierra, era algo muy nuestro el pensar que si tenían reconocimiento en el exterior era por que algo debían estar haciendo bien. Las instituciones culturales gastaban dinero en invitar a artistas nacionales que vivían fuera, lo que producía cierto recelo en los que habían rechazado, por unos u otros motivos, la salida. Los jóvenes nunca se sintieron demasiado apoyados por los museos del país: los más grandes y representativos trataban de colocarse a sí mismos dentro de una especie de discurso internacional invitando a artistas extranjeros de largas carreras a hacer grandes exposiciones y dejando a los locales para exposiciones más transversales. Era relativamente fácil en nuestro país ser una joven promesa y acceder a los reconocimientos para artistas de menos de 35 años, que era el límite de la juventud según las instituciones. Lo complicado era mantenerse después y, para eso, salir era una opción plausible. Visto desde la distancia que traen los años, les sobraban los motivos.
El día en que decidieron quedarse fue uno de esos días normales, un día sin más: en Londres llovía como siempre, en Berlín comenzaba la primavera, que ya estaba asentada en Ámsterdam, y en Madrid hacía calor. Corría el año 2027 y, como decía al principio, la situación no era buena, pero ellos ya estaban acostumbrados. Muchos ya habían regresado, algunos por cuestiones de familia: formar familias en el extranjero no era fácil y dejarlas en tu país tampoco, otros por cansancio, por derrota o simplemente por falta de vitamina D. Ese día, un miembro de este colectivo emigrante al que llamaremos J estaba de visita en su ciudad, algo que debido a las restricciones de precios y fronteras solo hacía una vez al año -o aprovechando las visitas pagadas por el principal museo de su país, con el que, finalmente, a la edad de 41 años, realizaba su primera exposición retrospectiva. “Qué ironía -pensaba- doce años fuera y mi primera gran exposición es en mi ciudad”. Ese día J decidió que ya no se marcharía y que el esfuerzo que le suponía estar fuera lo invertiría dentro. No pasó nada especial, ningún hecho desencadenante. No fue como en esas novelas en las que, después de un largo viaje, el héroe (J no era un héroe ni una heroína) se cae del caballo y decide que la aventura llega a su fin. Simplemente ese día decidió regresar.
#decidoquedarme nació como un simple hashtag. J no tenía intención de cambiar nada, pero pronto fue contagiándose y haciéndose popular. Imagino que era el momento adecuado, todo era más difícil y, de los pocos que quedaban dispuestos a trabajar en el mundo de la cultura, casi ninguno podía invertir en marcharse. Capitales como Londres habían perdido su empuje por su aislamiento político, el auge conservador en Europa central no dejaba mucho dinero a la cultura, y menos para extranjeros, y viajar a países del este, que emergían como espacios de experimentación artística, era algo inalcanzable para ellos, ya que eso de viajar sólo con el pasaporte y un poco de dinero era un recuerdo del pasado. Allá por 2028 las universidades públicas que quedaban comenzaron a invertir en traer de vuelta a los que se habían marchado. No ofrecían sueldos altos, pero sí una estabilidad difícil de alcanzar fuera. Esto provocó que los jóvenes que se arriesgaban a dedicarse al arte encontraran opciones de formación más asequibles y cerca de casa. Por otro lado, los museos públicos que la última crisis había dejado en pie comenzaron a trabajar con artistas nacionales de una manera más directa y, poco a poco, tanto los que volvieron como los que se habían quedado empezaron a formar una comunidad, más allá de recelos o viejas disputas, creando algo que les gustaba llamar “discurso” o “voz”.
Fue un tiempo en el que sistema cultural hizo lo que siempre hace y navegó por la adversidad de una realidad que se descomponía. La generación del #decidoquedarme empezó a ser comparada con otras vanguardias culturales de nuestro país que se volvieron fuertes dentro de un clima hostil, supongo que la adversidad les obligaba a estar unidos. Ese discurso internacional del que antes se quería formar parte se convirtió en algo de lo que prácticamente ya no se podían escapar, el mundo era global independientemente del lugar que ocuparan los cuerpos y este discurso que se atomizaba cada día a través de internet se empezó a acomodar a necesidades más locales. Esto era algo que se veía desde fuera como una potencia de referencia, como un modelo que situó a nuestra escena artística, sin buscarlo, en el lugar en el que antes buscaba estar. Desde entonces ha pasado ya más una década y parece que, después de años de conflicto, la estabilidad del nuevo sistema se asienta, sin petróleo viajar vuelve a ser posible y con las universidades telemáticas la oferta educativa se ha expandido, lo que nos permite mucha más flexibilidad. Tras años en la universidad pública, mañana empiezo mi doctorado: he decidido marcharme a Moscú, como muchos de mis compañeros y compañeras. Creo que será una gran oportunidad.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)