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El fetichismo del espacio

Magazine

27 febrero 2023
Tema del Mes: Arquitectura y placerEditor/a Residente: Javier Montes

El fetichismo del espacio

A

Al principio, solo me sucedía después del orgasmo –el mío, no el de los protagonistas del vídeo–. Por alguna razón que aún desconozco, en ese instante en que el deseo se disipa y uno tiende a limpiarse y cerrar inmediatamente la pestaña del navegador, yo empecé a dejar los vídeos avanzar hasta su conclusión. En esos momentos llegaba de golpe la culpa católica y me avergonzaba continuar observando el cuerpo de la mujer o el hombre que había deseado escasos minutos antes. A veces apenas era nada, treinta o cuarenta segundos, pero en otras ocasiones me demoraba incluso más de cinco minutos y no sabía qué hacer con mi mirada. Tal vez por eso comencé a mirar para otro lado.

Fue entonces cuando los cuerpos desaparecieron y el espacio se hizo presente. El color de las paredes, la estructura de la habitación, el mobiliario, los cuadros o fotografías que colgaban de los muros, el tejido de las cortinas… La carne se borraba y emergía la casa. El espacio se imponía y se revelaba como algo más que un fondo. La casa se transformaba en un ser vivo.

Con el tiempo, mi atención se extendió más allá de la claudicación del deseo. Comenzó también al inicio de la acción que mostraban los vídeos. Cuando el protagonista (hombre o mujer) abría la puerta y entraba en la vivienda con cara de sorpresa, yo aprovechaba el máximo tiempo posible para fijarme en los detalles del edificio, mientras los cuerpos aún permanecían vestidos.

No fue mucho después cuando la carne prácticamente dejó de importarme y me concentré del todo en el espacio. Masturbarme se convirtió entonces en una mera excusa para explorar las habitaciones en las que sucedían los encuentros sexuales. Pasaba hacia delante los primeros planos, intentando entrever el espacio. Movía la barra de navegación de la imagen hasta el siguiente cambio de perspectiva. Comencé a ser consciente de que cada nueva postura sexual iba asociada a un punto de vista concreto. Disfrutaba sobre todo con el cowgirl en cámara subjetiva. La posición de un cuerpo a horcajadas sobre otro me proporcionaba la visión perfecta de toda la habitación. Desde el sofá o desde la cama. Prefería el sofá porque me permitía mayor profundidad de campo. La cama solo me servía para fijarme en las luces, las molduras, las sombras o los desconchones del techo.

El cuerpo era apenas un velo del espacio. La carne ocultaba la piedra. Una iconostasis. Solo muy de vez en cuando, un pezón, un glande o el movimiento ondulante de unas nalgas, se imponían y mi mirada regresaba al cuerpo.

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Un hombre recibe la propuesta de escribir un texto para A*Desk sobre arquitectura y placer. De modo casi inmediato, se acerca a su biblioteca y acude a Richard Sennet. Carne y piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental. Es un libro histórico y tal vez no sea lo que busca. Pero el título, en sí mismo, le ha hecho pensar en la relación entre los cuerpos blandos (humanos) y los cuerpos duros (arquitectónicos), entre lo perecedero y lo eterno. Carne y piedra. La fórmula siempre le ha evocado algo sensual. Un cuerpo complejo. Quizá también por eso busca el libro de Juan Antonio Ramírez (Edificios-cuerpo) y piensa en el cuerpo como arquitectura y en la arquitectura como metáfora del cuerpo. Del cuerpo perfecto, pero también del cuerpo roto, agrietado, acéfalo. Lo lee en Bataille y también en Denis Hollier (Against Architecture): el cuerpo abierto, como las anarquitecturas de Gordon Matta-Clark.

Poco a poco la mesa se le llena de libros. Están los de Beatriz Colomina, en especial su edición de Sexuality & Space: con su propuesta sobre el voyeurismo doméstico y el célebre ensayo de Victor Burgin sobre el espacio perverso. Está el estudio de la arquitectura de la mansión Playboy que lleva a cabo Paul B. Preciado en Pornotopía, el ejemplo palpable de que el espacio arquitectónico está atravesado por la ideología. Y está, por supuesto, el catálogo de 1000 m² de deseo. Arquitectura y sexualidad, la exposición del CCCB comisariada por Adélaïde de Caters y Rosa Ferré en octubre de 2016. No tuvo la suerte de verla, pero el catálogo le sirve para hacerse una idea de los ejes temáticos del proyecto (utopías sexuales, refugios libertinos y sexografías) y de las maneras en que la arquitectura ha construido y modulado los modos de experimentar deseo y placer. El espacio piensa, se dice. Y también siente y genera emociones.

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Cuando hace unos años cambié de casa, viví durante meses en las webs de varios portales inmobiliarios. Navegaba durante horas en busca del hogar perfecto. Aunque no podía evitar fijarme en los precios, la ubicación o los metros cuadrados de los inmuebles, rápidamente las fotos de aquellas casas –muchas de ellas aún habitadas– se me revelaban como espacios de deseo. Espacios eróticos desnudos de cuerpo. A veces intuía las sombras del autor de la foto o el flash de la cámara en el espejo. También los restos de su presencia en la casa –el desorden, las sábanas revueltas, los objetos sobre la mesa–. El cuerpo en off, como latencia invisible. En el fondo no estaban tan lejos de los espacios a los que yo me había aficionado. A veces, abría a la vez las webs de Idealista y Pornhub y trataba de localizar espacios y puntos de vista semejantes. Cuando los encontraba, intentaba superponerlos mentalmente. Y si, más tarde, llegaba en algún caso a visitar esas casas, no podía evitar rememorar el momento del placer y, tratando de no ser visto, rozaba las esquinas o acariciaba el gotelé. Aunque en aquellas visitas sabía que algo faltaba. Necesitaba la pantalla para sentir palpitar el deseo. La foto o el vídeo. El espacio representado. Una dimensión suplementaria de lo real.

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Durante días, el hombre trata de dar forma a un texto. Pero no es historiador de la arquitectura y el texto se le atraganta. Si acaso, el hombre es un crítico de la cultura visual. Tal vez por eso cierra los libros que tiene sobre su mesa y enciende la televisión buscando algo sobre lo que escribir. Es allí donde encuentra How to Build a Sex Room, la serie documental de Netflix en la que una decoradora de interiores diseña la habitación sexual perfecta para el disfrute de las parejas –o unidades de convivencia– que lo solicitan. En la serie se dan cita todos los clichés de lo que se supone que es una habitación sexual: terciopelo rojo, cojines de plumas, formas orgánicas, camas redondas, cuero negro… Todo nuevo y dispuesto para la foto. Todo feliz y limpio. “Nadie imaginaba que una sex room pudiera ser tan acogedora”, dice en algún momento una de las parejas. “Se acabaron las mazmorras oscuras.” Es la netflixficación del deseo. Incluso el sado es suave. Caricias, roces, una ligera palmada, un pequeño pellizco. Nada duele, nada molesta, todo es inclusivo y agradable. El hombre cree que casi podría verlo con su sobrino de ocho años.

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La casa que terminé comprando es una casa como otra cualquiera. Una vivienda anodina que no tiene absolutamente nada de especial. Sin embargo, cuando enciendo la cámara del móvil y miro a través de la pantalla, el espacio se transforma y comienza a vibrar con fuerza frente a mí. El granulado del vídeo lo convierte todo en un lugar de deseo y la imagen me traslada a una dimensión diferente de aquella física que me rodea. Lo puedo comprobar ahora, tumbado sobre la cama, mientras observo la pequeña imperfección sobre el marco de la puerta del dormitorio. La pequeña salpicadura de yeso en la junta es una cicatriz que excita mi retina. Siento con fuerza la erección en el calzoncillo. No necesito ningún cuerpo sobre mí.

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Mientras analiza la serie How to Build a Sex Room y trata de escribir un texto, el hombre no logra sentir excitación en ningún momento. Por supuesto, tiene que ver con el tono desenfadado de todo lo que se muestra allí. Pero también ocurre que hay algo en esos espacios oficialmente sensuales que le resulta refractario al placer. Son lugares preparados, evidentes, tan arquetípicos y predispuestos que expulsan su deseo. Le resultan mucho más excitantes los espacios sucios previos a la reforma. El sótano oscuro con los ladrillos vistos y los cables de la instalación eléctrica, la habitación descarnada con el colchón en el suelo y los cojines estampados… Tal vez sea que esos espacios sin modificar le recuerdan a las habitaciones de los vídeos caseros que, de tiempo en tiempo, consume en internet. Más de una vez su mirada se ha alejado de los cuerpos y se ha perdido en los detalles de esas casas triviales. En alguna ocasión ha creído que podría proyectar algún ensayo sobre esos lugares anónimos. Incluso ha llegado esbozar un relato sobre un personaje seducido por la arquitectura y el fetichismo del espacio. Lo piensa entonces con detenimiento: tal vez eso sea lo único que pueda escribir para el encargo de A*Desk –al fin y al cabo, el hombre es un narrador–. Lo que aún no imagina es que escribirlo le hará situarse en la piel del personaje que presume haber inventado. Y que al final del día, se encontrará desnudo sobre la cama de su dormitorio, observando su casa través de la pantalla del móvil, temiendo la llegada de su mujer y mirando con lascivia la cavidad oscura y abisal que a veces parece formarse al final del pasillo.

 

Todas las imágenes son capturas de la serie de Netflix How to Build a Sex Room

Miguel Ángel Hernández (Murcia, 1977) es escritor, crítico de arte y profesor de Historia del Arte en la Universidad de Murcia. Entre sus ensayos sobre arte y cultura visual, destacan “La so(m)bra de lo real” (Holobionte, 2021), “El arte a contratiempo: historia, obsolescencia, estéticas migratorias” (Akal, 2020), “El don de la siesta” (Anagrama, 2020) o “Materializar el pasado” (Micromegas, 2012). Es autor también de cuatro novelas publicadas por Anagrama: “Intento de escapada” (2013), “El instante de peligro (2015)”, “El dolor de los demás” (2018) y “Anoxia” (2023). Colabora regularmente con el grupo curatorial 1er Escalón.
www.mahernandez.es
Retrat © E. Martínez Bueso

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