close

En A*DESK llevamos desde 2002 ofreciendo contenidos en crítica y arte contemporáneo. A*DESK se ha consolidado gracias a todos los que habéis creído en el proyecto; todos los que nos habéis seguido, leído, discutido, participado y colaborado. En A*DESK colaboran y han colaborado muchas personas, con su esfuerzo y conocimiento, creyendo en el proyecto para hacerlo crecer internacionalmente. También desde A*DESK hemos generado trabajo para casi un centenar de profesionales de la cultura, desde pequeñas colaboraciones en críticas o clases hasta colaboraciones más prolongadas e intensas.

En A*DESK creemos en la necesidad de un acceso libre y universal a la cultura y al conocimiento. Y queremos seguir siendo independientes y abrirnos a más ideas y opiniones. Si crees también en A*DESK seguimos necesitándote para poder seguir adelante. Ahora puedes participar del proyecto y apoyarlo.

EL JARDÍN POR ENCONTRAR

Magazine

21 febrero 2022
Tema del Mes: heterocroníasEditor/a Residente: Pablo Caldera

EL JARDÍN POR ENCONTRAR

Apuntes sobre la heterocronía y el anacronismo en el arte contemporáneo a partir de los usos (y abusos) del jardín

Abriré el texto como se abre una puerta, con una imagen tras el umbral. Detrás de la pared blanca, al sobrepasar una puerta verde, aparece un jardín frondoso que está a punto de convertirse en bosque. Algunos animales habitan este jardín: hay panteras moteadas, árboles viejos y oscuros, suntuosos bancos de mármol, estatuas, palomas, laureles, algunas cotorras y un reloj de sol trazado con flores. Una vez dentro, la imagen de la ciudad se difumina hasta desaparecer por completo. “Siempre, ante la imagen, estamos ante el tiempo”, nos dice Georges Didi-Huberman. “Pero ¿qué clase de tiempo? ¿de qué plasticidades y de qué fracturas, de qué ritmos y de qué golpes de tiempo puede tratarse en esta apertura de la imagen?”.

Esta imagen de apertura con la que se abre el texto es, en realidad, la descripción del jardín narrado por H. G. Wells en The Door in the Wall. El protagonista del cuento, un tal Lionel Wallace, narra su experiencia en un jardín al que accede a través de una puerta verde. Dentro del jardín, Wallace vive un regreso al hogar; cada vez que entra, pierde por completo la referencia del tiempo, que se detiene, se ralentiza, vuelve hacia atrás y se enreda. En cambio, al salir, todo continua exactamente igual. De nuevo, impera el ruido, la aceleración y la urgencia: el tiempo camina vertiginosamente hacia delante. Sin embargo, Wallace sabe que, tras la puerta, el tiempo gobierna con sus propias leyes y que, en el jardín, otras temporalidades son posibles.

Como sucede en el relato, el jardín tiene la capacidad de desplazar, distorsionar e incluso suspender el tiempo. El jardín lucha con y contra el tiempo, de ahí su radical anacronía y su vibrante carácter heterocrónico. Ciertamente, como plantea Lorette Coen, “los jardines son el arte del tiempo”. En el jardín se quiebra la temporalidad lineal: el tiempo se desdobla, se pliega y se rompe. El jardín como arte, tal y como propone Javier Maderuelo, es un lugar construido por el hombre para devenir hogar, pero a su vez conlleva siempre un carácter centrífugo: estimula las ansias de habitar un mundo mejor y a su vez nuestras fantasías escapistas. Si Foucault definía el jardín como un espacio heterotópico —como un lugar fuera de todo lugar—, Jean Fisher expresa la poderosa heterocronía y anacronía que atraviesa al jardín cuando afirma que este siempre “es un tiempo fuera del tiempo […] ese estado momentáneo de suspensión, donde las limitaciones del pensamiento institucionalizado se disuelven y dejan paso al juego de otras posibilidades imaginativas y, hasta entonces, inimaginables, del yo, de la realidad”.

Claude Monet, Les Nymphéas Blancs, 1899

De la mano del jardín, las preocupaciones de la curaduría contemporánea se orientan hacia la búsqueda de una simbiótica interrelación entre las obras y también entre estas y el visitante: un tiempo com-partido. De esta forma, la heterocronía, cuando tiene lugar, cobra vida como un sentido o experiencia de la obra común, articulada entre artista y espectador: como un jardín que se mantiene siempre abierto y plural, como un jardín por encontrar. En este jardín, la identidad de uno se diluye y pasa a formar parte del entorno. El visitante se funde y confunde con los árboles y las flores, con las sombras que le abrazan y las ramas que se entrelazan con su cuerpo. Deja de ser dueño, por un tiempo, de su tiempo, de sí mismo, para comenzar a vivir, como proponía Horacio, en un dulce engaño.

De esta forma, no es equívoco afirmar que el jardín es, o puede llegar a ser —debe llegar a ser—, un lugar perpetuamente anacrónico, dislocado y desencajado —en tanto que refugio al que volver, retorno al hogar— y también un espacio para habitar la más enrevesada y excitante heterocronía: la cohabitación y con-fusión de temporalidades múltiples. El arte puede —debe— jugar con esa posibilidad con el fin de construir ficciones poderosas donde todo transcurra bajo unas coordenadas espaciotemporales inéditas, donde el individuo se entrelace con el entorno y se pierda a través del tiempo. A veces, ciertamente, así sucede; otras únicamente “se disfraza de jardín” para servir de decorado, para divertir y sorprender al espectador que está de paso o que pretende disfrutar de una experiencia inmersiva, bajo la apariencia de la novedad.

Me viene, por ejemplo, a la cabeza la muestra Teatro Jardín Bestiarium (1989). Comisariada por Chris Dercon, se articuló con la voluntad de superar la noción tradicional de exposición colectiva en la que los artistas presentan las obras por separado, para reforzar por el contrario la permeabilidad de lo común, enfatizando así la existencia de un nexo flexible y abierto que permitiese verdaderamente al espectador participar en aquel jardín por encontrar. El jardín como ficción especulativa ofrecía en este caso la posibilidad de generar una exposición “invertebrada”.

Antonio Pierre Monguin, Le curieux, 1823

Pero no siempre es así. Muchas veces, sucede que el jardín se debilita: únicamente se preserva su apariencia ajardinada, colorida y brillante. Como critica Rosario Assunto en Ontología y teleología del jardín, el utilitarismo ciego acaba por arruinar y destruir los jardines. Muchas veces, en el arte contemporáneo, proliferan estos pseudojardines que se disfrazan de espacios otros, pero que están destinados al consumo y al entretenimiento. “¿A quién va dirigido el jardín cuando la cultura se ha erigido ya como el gran parque global?”, se pregunta Jorge Luis Marzo.

Resulta sintomático releer Estética relacional (1998), de Nicolas Bourriaud, y comprobar cómo, cuando se hace alusión al jardín, es para referirse a su capacidad de devenir decorado. Así, trata sobre el jardín para justificar la premisa de que la exposición se ha convertido en la unidad de base, en detrimento de la obra individual, y para argumentar el supuesto cambio de paradigma de la “exposición-tienda” a la “exposición-decorado”. Es entonces cuando saca a relucir la exposición Jardín de invierno (1975) de Marcel Broodthaers, que el propio artista había concebido como esbozo de la idea de decorado. En realidad, únicamente pretendo evidenciar el carácter perverso que muchas veces entraña el “habitar”, “crear”, “activar” o “reivindicar” el jardín, sea de la mano del artista o del comisario de turno. En muchos de estos casos, la heterocronía se difumina, se aplana y se apaga, como aquel tiempo homogéneo y vacío del que hablaba Benjamin, y el anacronismo, la capacidad de escapar del tiempo, del mundo, y retornar al origen, se convierte en una experiencia divertida, que nos deja un regusto reconfortante por un rato, como una refrescante bebida gaseosa.

Esta nueva condición del jardínal servicio de la “experiencia” niega la verdadera ontología del jardín como espacio-tiempo donde todo puede pasar y nada está dicho a priori —donde el tiempo lineal se enreda y se quiebra—. Cuando el jardín aparece como decorado y fetiche de la naturaleza, como un simulacro alienante, se ofrece cómplice de un tipo de propuesta artística destinada al consumo solipsista. Bajo la atenta tutela de aquel artista relacional que invocaba Bourriaud, el jardín cultivado cobra, lamentablemente, el estatus de un jardín policial donde, sin necesidad de hacerse explícitas, las órdenes ya están siempre dadas, como “un lugar en el cual un jardinero controla los tuyos y plantas nocivas y direcciona el crecimiento hacia formas piadosas y maravillosas”, tal y como señala Martha Rosler. Contra este jardín policial y espectacular, tan frecuente como insustancial, pensamos ahora en imaginar expresiones o manifestaciones de ese otro jardín que se encuentra tras el muro blanco, al abrir la puerta verde: el jardín por encontrar.

 

(Foto de portada: Isabel Villar, Tigre bebiendo, 2020)

Manuel Padín reflexiona en torno a fenómenos culturales y artísticos contemporáneos más allá del marco académico. Para ello, trata de poner en práctica un pensamiento crítico que opere desde el margen y una mirada atenta hacia aquellos sucesos que quedan en la sombra.

Media Partners:

close
close
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)