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Una campana de bronce fundida para crear cuarenta y siete campanitas de bronce. La original fue fabricada en Francia en 1742. Servía para marcar el tiempo desde la torre de una iglesia. Las cuarenta y siete campanitas son activadas, a diario, por cuarenta y siete performers que marcan el mediodía al tiempo que caminan desde el New Museum (Nueva York) hacia las calles que lo rodean, en el Lower East Side de Manhattan. Los tilín tilín se alejan del museo, trazando los caminares sin rumbo específico de los cuerpos de los performers. Al describir esta pieza de David Horvitz (Let Us Keep Our Own Noon; Deja que mantengamos nuestro mediodía, 2013) recuerdo el tolón tolón de las campanas que colgaban del cuello de las vacas del pueblo de mi abuela, en la sierra madrileña. Si fuera ahora a buscarlas, seguro que ya no estarían. En la obra de Horvitz, el tiempo unificado de la iglesia y el estado, que marca la gran campana original en la torre de la aldea francesa, ha dejado lugar al tiempo individualizado del caminante productor cultural. De acuerdo al mito neoliberal, el tiempo es hoy mucho más flexible, autónomo y potencialmente amoldable a las necesidades y deseos de cada uno de nosotros. Sin embargo, lejos de emanciparnos, esta flexibilidad nos sincroniza e interpela como permanentes productores. El tolón tolón de las campanas de las vacas no marcaba ningún tiempo, sino la presencia de los animales, que hace diez años dejaron paso a chalets de corruptos ladrillos vistos.
Los trabajos del tiempo son, siempre, modos de periodizar la historia. La principal preocupación de David Horvitz son las convenciones que rigen nuestra experiencia del tiempo. ¿Cuáles son los estándares con los que medimos el tiempo pasar? ¿Qué prácticas y creencias consolidan una idea unificada del tiempo? ¿Cómo podemos desentonar nuestra experiencia subjetiva del tiempo; pasar de la larga lista de convenciones sociales y científicas modernas que nos articulan en sincronía? David y yo empezamos una conversación distendida a lo largo de unas cinco semanas, en las que preguntas y respuestas dislocadas atestiguan las diferencias temporales y espaciales entre Los Ángeles y San Diego, primero, y París, Rennes, y California, después. En uno de mis correos le pido que me describa dónde y cómo está. Horvitz me responde:
“Hola desde una habitación de hotel en París en el 11º. Son las 6 y mi jet lag me mantiene despierto. Llevo horas despierto. En una hora tomaré un tren para Rennes. De hecho, me encanta el jet lag. Me encanta esta sensación de desplazamiento, un desplazamiento temporal en este caso. Es una sensación en la que estás fuera de sincronía con tu entorno. Una vez hice una pieza sobre esto en Dublín. En la pieza seguí la hora de California estando en Dublín, intentando no ajustar mi cuerpo a la hora local. De hecho, pensé que sería más fácil. Pensé que llegaría a Europa y, simplemente, no me adaptaría… pero mi cuerpo se enfadó, quería ajustarse al horario de donde estaba. Pues el tiempo no son sólo números en un reloj, sino el ritmo diario de los ritmos como la luz del sol. Mi cuerpo quería entrar en sincronía con el sol, esa estrella a noventa millones de millas en el cielo.”
David Horvitz describe el jet lag como un espacio liminal entre dos otros momentos, el antes y el después. El artista quisiera detenerlo y extenderlo durante días, despistando los ritmos circadianos que regulan sueño, fuerza, temperatura y acción. Aquel proyecto, Evidence of a Time Traveller (Evidencia de un viajero temporal, 2014) lo llevó a cabo en el Irish Museum of Modern Art (IMMA). Además del reconocimiento de los efectos del jet lag en su cuerpo, Horvitz incluyó una proyección de diapositivas y un reloj con la alarma programada para las 6.00 hora de Los Ángeles. En esta línea, su obra Somewhere between the jurisdiction of time (En algún lugar entre la jurisdicción del tiempo, 2014) ya atajaba esta forma de dislocación. Horvitz declaró la galería Blum & Poe (Los Ángeles) como un espacio sujeto a los usos horarios de la longitud 127,5º al oeste del meridiano de Greenwich. Como el punto caía en pleno océano Pacífico, Horvitz trajo a la galería treinta y dos botellas de vidrio llenas de agua marina, dispuestas en línea recta de norte a sur. Además de la instalación, el artista rellenó una solicitud oficial del cambio de uso horario para el recinto de la galería. Gestos heredados del conceptual que, claro, entroncan sus juegos lingüísticos y temporales en la práctica del arte contemporáneo global.
Sus obras con frecuencia incluyen elementos de medida temporal como campanas, relojes o fotografías. Si visitas la web de Horvitz encontrarás otra forma de documentar el paso del tiempo: Horvitz ha organizado su web en torno a tres columnas con treinta y ocho menciones a sus obras. En cada mención, título, fecha y una sucinta descripción son, en realidad, un enlace a un archivo de audio que es, a su vez, una descripción oral de la obra. Por ejemplo, si clicas en For Kiyoko (From Amache) (Para Kiyoko (de Amache), 2017), escucharás cómo el miedo generalizado que envolvió el comienzo de la presidencia de Donald Trump en EEUU llevó a Horvitz a recuperar la memoria de su abuela, una mujer japonesa-americana que había sido internada en un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. A principios de 2017, cuando Trump declaró la prohibición de entrar a Estados Unidos a viajeros musulmanes, muchos temimos que el mismo modelo de internamiento forzado contra japoneses-americanos fuera adoptado hoy contra musulmanes. Horvitz hizo una fotografía del cielo estrellado sobre el Campo Amache, en Colorado, donde su abuela estuvo internada. Esta vista, para Horvitz, era un documento de la “atemporalidad del espacio”. El artista instaló ese cielo, que su abuela vio a diario de adolescente, en vallas publicitarias de la ciudad de Nueva York. Aunque los viajeros de países islámicos no han sido internados en campos de manera forzada, hoy cientos de migrantes centroamericanos sí lo son, cerrando el círculo temporal con las formas de represión federal de los 1940s.
Pero las maneras de marcar el paso del tiempo son, también, mecanismos para controlarlo. Para el historiador marxista británico E. P. Thomson, cambios en la sensación de temporalidad a lo largo de la historia responden a cambios en los modos de disciplinar el trabajo. E. P. Thomson basa su análisis en la estrecha relación entre la aparición del reloj individual durante la revolución industrial y el desarrollo de la producción industrial racionalizada como modo de producción predominante en Inglaterra. El cuerpo y el tiempo de los trabajadores fue de mayor provecho para la clase capitalista una vez que todos incorporaron la disciplina temporal de los turnos de fábrica y la semana laboral. Tiempo es, entonces, moneda de cambio. Poder es, entre otras cosas, determinar cómo se mide el tiempo y cómo se objetualiza esa medida. Vemos en Horvitz hoy una naive recuperación del gesto contestatario de los situacionistas cuando, en los 1950s, decidieron retomar control sobre los usos y significados del tiempo. ¿Podrían sus metodologías marxistas, incorporadas, y aleatorias reclamar el tiempo como dominio y potestad del individuo? Tristemente aquellos análisis fueron, como tantos otros, incorporados en el registro de métodos de explotación del capital. La ilusión de escapar del tiempo económico y productivo que vemos en Horvitz y otros es un gesto romántico e inocuo bien recibido en ciertos espacios de producción cultural como museos y galerías. Es, a la vez, la bella sublimación de esa forma contemporánea de tiempo flexible y creativo que mercantiliza cada día, hora y segundo de nuestra semana laboral.
En una conversación con Alexander Provan, David Horvitz explica la distinción entre kairós y chronos, dos conceptos de tiempo de la Grecia clásica. Kairós es el tiempo del momento oportuno; chronos es el tiempo secuencial y social. Dice: “me gustaría tener la experiencia de un mundo en el que el concepto de duración definida no exista, en el que no haya tal cosa como un segundo o un minuto o una hora”. Quizá sus piezas sean intentos de forzar este escape. Quizá abran, de alguna manera, las puertas a momentos oportunos para reconocer la arbitrariedad de los modos en los que medimos el paso de la vida. Yo también quiero tener esa experiencia de tiempo dilatado, en el que las mesuras consensuadas de su experiencia no tengan sentido.
El sábado 19 de enero David Horvitz inaugura The Shape of a Wave Inside of a Wave (La forma de una ola dentro de una ola), una exposición individual de su trabajo comisariada por Sophie Kaplan en La Criée Centre d’Art Contemporain de Rennes (Francia).
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