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El museo de la multitud: dos hipótesis

Magazine

10 octubre 2011

El museo de la multitud: dos hipótesis

Comunidades de desarrolladores que ponen a punto proyectos de software libre decisivos para el avance de la informática e Internet; grupos de científicos que trabajan en red para crear bases de datos públicas sobre información genética del mundo; legiones de redactores y editores que elaboran enormes compendios de saber enciclopédico accesibles de manera libre y gratuita desde cualquier terminal conectado a la web; movimientos ciudadanos que se organizan de forma espontánea para derrocar gobiernos dictatoriales o para exigir una transparencia política en los estados democráticos. Estos son solo algunos ejemplos de uno de los fenómenos más notables de los últimos años: el surgimiento de numerosas redes autoorganizadas que utilizan las nuevas tecnologías digitales para establecer relaciones de colaboración.


Una de las consecuencias más notables de la implantación de las nuevas tecnologías de comunicación ha sido la aparición de grandes grupos de sujetos que se conectan a través de sus ordenadores personales y sus dispositivos móviles para implicarse en proyectos conjuntos. Con la generalización de las redes digitales, asistimos a la aparición de nuevas formas de colaboración e interacción colectiva que están transformando la manera de entender las relaciones sociales, la forma de generar de conocimiento e, incluso, las estrategias de acción política y los mecanismos de representación democrática. Congregados en las nuevas ágoras virtuales de Internet, enormes grupos de personas se organizan para impulsar proyectos conjuntos con finalidades lúdicas, empresariales, científicas, sociales o políticas. En su conjunto, estos grupos constituyen las llamadas “multitudes inteligentes” -para seguir el término acuñado por Howard Rheingold-, que se han convertido en un importante factor de creación y cambio.

Una de las características más significativas de las multitudes inteligentes, cuya huella se hace notar en casi todos los ámbitos de nuestra vida, ha sido su capacidad para hacer efectivas nuevas formas de organización, capaces de poner en entredicho los modelos de funcionamiento de las instituciones tradicionales. Frente a los modos de operar verticales, rígidos y centralizados de estas, los colectivos conectados en red han sabido generar formas de organización relativamente informales y descentralizadas, que se caracterizan por las relaciones horizontales entre sus miembros y por la carencia de estructuras jerárquicas predeterminadas.

No es de extrañar que el museo de arte, una institución conservadora por definición, represente uno de los ámbitos que se mantienen más refractarios a la acción de las multitudes. Creados con el objetivo de preservar las creaciones (supuestamente) más significativas y valiosas de nuestras sociedades, los museos artísticos han elaborado sus discursos a partir de la legitimidad social de las instituciones que los crean y sostienen (por regla general, Estados y administraciones públicas o, bien, grandes corporaciones) y del prestigio académico de los curadores y los directores que los gestionan y dirigen. En última instancia, estos centros -cuya función no es otra que la de establecer los límites del consenso cultural y expulsar fuera de sus márgenes todos los productos creativos sospechosos de escapar a sus patrones- han elaborado sus narrativas desde una posición hegemónica y han mantenido una relación vertical frente a su público.

Debido a sus formas de organización flexibles, horizontales y desjerarquizadas, las multitudes interconectadas representan un incordio, cuando no un abierto peligro, para los museos. Por esta razón, sus directores y sus equipos curatoriales tienden a actuar como si ellas no existiesen. Incluso, cuando algunos museos de arte contemporáneo crean redes y comunidades para entrar en contacto con los usuarios, procuran tutelar su relación con estos. Después de todo, como hemos podido comprobar estos últimos meses, el comportamiento de las multitudes puede ser imprevisible, además de que sus intereses no suelen coincidir con los de las instituciones que dicen representarlas.

Ahora bien, los museos de arte no pueden permanecer al margen de las profundas transformaciones culturales a que está dando lugar la irrupción de las multitudes inteligentes. Es evidente que el poder de los colectivos organizados en red producirá, si no es que está produciendo ya, notables cambios en la identidad y la función de dichas instituciones. Sobre el carácter de estos cambios, podemos aventurar dos hipótesis.

La primera de ellas parte del supuesto de que los museos buscarán adaptarse de forma gradual a las expectativas de las multitudes inteligentes. Para otorgar a sus sitios web un carácter más abierto, probablemente intentarán abrir vías de comunicación bidireccional, que irán más allá de los tópicos perfiles en redes sociales. Quizá buscarán crear mecanismos y herramientas que permitan la participación efectiva de los usuarios e intentarán favorecer el desarrollo de entornos abiertos de investigación y trabajo colaborativo a través de la web.

Incluso, cabe la posibilidad de que, en los casos más extremos, se animen a crear aplicaciones que permitan que cualquier persona añada información contextual a las fichas de los catálogos en línea o que, incluso, ofrezcan la oportunidad de que algún usuario o grupo de usuarios proponga ordenaciones de la colección distintas a las planteadas por los curadores del museo. Según esta idea, los museos de arte se valdrán de la tecnología para facilitar las interacciones con la sociedad. Con la intención de redefinir las relaciones con sus públicos, buscarán crear canales de apertura hacia el exterior basados en las nuevas tecnologías digitales. De hecho, algunos museos de nuestro entorno ya se están preparando para hacerlo, como es el caso de la Fundació Antoni Tàpies, con su proyecto Arts combinatòries, aún en fase beta.

La segunda hipótesis es más radical, pues se basa en la premisa de que las multitudes inteligentes están comenzado a desarrollar estrategias de museificación de nuestro legado cultural al margen de los propios museos. De acuerdo con esta hipótesis, la tarea de seleccionar las creaciones más significativas -y, por tanto, la labor de decidir qué fragmentos de nuestro patrimonio merecen preservarse- ya no recae tanto en las instituciones museísticas como en las redes colaborativas que operan en Internet. Se trata de un fenómeno reciente, pero altamente disruptivo: en poco tiempo, los usuarios de las comunidades virtuales han logrado crear estructuras más o menos espontáneas, capaces de emular los mecanismos de creación y articulación de colecciones de los museos tradicionales.

Mediante las redes sociales y las aplicaciones colaborativas disponibles en Internet, las multitudes inteligentes están generando formas inéditas de coleccionismo cuyo potencial supera con creces al de los museos tradicionales. Comunidades amplias de individuos conectados a la red han logrado diseñar estrategias informales de cooperación para crear y dar sentido a portentosas colecciones de propuestas creativas y bienes culturales. Estas colecciones van surgiendo y creciendo a tiempo real gracias a la acción de las personas que publican archivos y documentos multimedia en la web; van cobrando orden y sentido como resultado de la labor de los individuos que añaden metadatos e información contextual a los archivos publicados; y van ganando visibilidad a medida que los usuarios recomiendan y enlazan los distintos materiales publicados.

Con la ayuda de las nuevas tecnologías de comunicación, millones de personas en todo el mundo están dando vida al museo de la multitud. Es un espacio virtual, constituido por múltiples colecciones de piezas intercambiables, que crece y se reordena de forma permanente gracias a la actividad incansable de un sinnúmero de personas que colaboran en red. Es el resultado de la inteligencia de las multitudes que, partiendo de modos de organización complejos pero flexibles, realizan inventarios de nuestro patrimonio cultural, proponen itinerarios para aproximarse a él y nos ofrecen información para analizarlo y comprenderlo.

Si estamos de acuerdo con la hipótesis de que el museo de la multitud es una realidad, no nos queda más remedio que reconocer que las instituciones museísticas tradicionales se enfrentan a un enorme desafío. Durante largo tiempo, ellas han disfrutado de una posición hegemónica que les ha permitido elaborar casi sin trabas sus narraciones sobre la creación y han detentado una autoridad que les ha ayudado a acallar las voces discordantes. Sin embargo, las nuevas tecnologías de comunicación, que han abierto la posibilidad de que cualquier usuario conectado a Internet goce de poderosos instrumentos de producción de conocimiento, han hecho posible la irrupción de unos actores inesperados: las comunidades autoorganizadas, poseedoras de la capacidad de discernir, de una manera autónoma, lo que es valioso de lo que no lo es y dotadas de las herramientas adecuadas para otorgar relevancia pública a sus elecciones.

Mucho deberán hacer los museos para transformarse si no quieren perder influencia frente a las nuevas comunidades de usuarios que han descubierto el poder relacional de las tecnologías digitales de comunicación. Si las instituciones museísticas no son capaces de abrir verdaderos canales de interacción -basados en relaciones paritarias y en el beneficio común- con los ciudadanos digitales, es muy probable que sean ignoradas por ellos. A final de cuentas, las multitudes inteligentes han descubierto que poseen armas formidables para decidir qué aspectos de nuestra cultura merecen ser difundidos y conservados, al margen de lo que piensen los directores y los equipos curatoriales de los museos tradicionales.

Eduardo Pérez Soler piensa que el arte –como Buda– ha muerto, aunque su sombra aún se proyecta sobre la cueva. Sin embargo, este hecho lamentable no le impide seguir reflexionando, debatiendo y escribiendo sobre las más distintas formas de creación.

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