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Algunas personas heredan valores y costumbres que son como una casa en la que habitan; algunos tenemos que prender fuego esa casa, encontrar nuestro terreno, empezar a construir desde cero…
Rebecca Solnit
Durante la adolescencia, el deseo de haber nacido en otra familia ataca más fuerte. Aunque se exacerba en ese período vital, no muere con él. ¿Quién no se tienta especulando con que, dadas otras circunstancias, su brillo sería más potente, se reiría más, protagonizaría sucesos asombrosos, para cumplir el destino que siempre ha merecido? Pero lo que ese anhelo trae prendido no es tanto la promesa del éxito como la chance de ser otra: una misma, aunque distinta. No sé si ese deseo sigue conmigo, o si lo que no me deja es su efecto, el de sentirme pletórica ante la posibilidad de ser una que yo no era. Ser otra, ser otras, ser todas las que quisiera.
Hace unos años vi Coraline, una película en la que la protagonista encuentra detrás de una puertita un mundo inquietante donde vive el doble de su familia. Allí, sus padres falsos tienen tiempo de jugar, cultivan jardines de flores hermosas y la llevan al circo. Justo antes de que la película la castigue por querer una vida que la llena de curiosidad, ella advierte que hay gato encerrado. Lo que se graba a fuego en la memoria de quien que haya visto Coraline es que el precio que la nena está a punto de pagar son sus ojos: una bruja los quiere reemplazar por botones, que cose en las cuencas vacías de los niños engañados. Este no es un dato menor, porque los ojos funcionan como metáfora de la imaginación. La lección es clarísima y, luego de vencer a la bruja, Coraline pega la vuelta a su mundo habitual por la misma puertita. Lo que cuesta creer (lo que me dolió en el alma) es que regrese tan tranquila, tan conforme.
Para mejor o para peor, una se puede inventar una constelación familiar diferente a la propia, siendo a la vez auténtica. Desanudar los lazos de nacimiento, adoptar otro signo. Digo “para mejor o para peor” porque aquí lo que importa no son los resultados. Por otro lado, traicionar el origen (y el destino), también es un modo de regalarles una vida distinta a nuestros parientes y antepasados. ¿Acaso no es un gran regalo? Rebecca Solnit cuenta que algo así pasaba alrededor de la fotografía de una bisabuela a la que nunca conoció: su imagen, tras la gelatina de plata, ocupaba el lugar de lo inimaginable. “Tener alguien tan cercano que represente el misterio es en sí mismo un regalo” dice Solnit. A lo largo de los años, sobre aquella fotografía se habían ido armando distintas historias a las que les salían otras, contradictorias, o que se rompían para dar lugar a historias nuevas. Era la tía de Solnit “mordaz, leída, radical”, la encargada de conservar esas fotografías familiares que “más que servir de puntales de un pasado estable, eran fantasmas y ficciones que se transformaban en función de las necesidades del presente”. Para la escritora, en esa forma de relacionarse con los hechos se construye la verdad, poniendo adentro de ella las esperanzas y los intereses.
Hace un tiempo, Sofía Torres Kosiba inauguró en el Museo Genaro Pérez de Córdoba (Argentina) una muestra en la que se inventó una familia entera. A partir de una selección de retratos de la colección del museo (entre los cuales introdujo el propio), armó un árbol genealógico sin privarse de recrear algunos de esos retratos en video-performances protagonizadas por ella misma. La novela que construyó enredaba la historia de sus propios ancestros con la historia del arte, en una amalgama entre constelación familiar y álbum de figuritas. La tituló “Extraños. Un profundo resonar”. Gran parte de los retratos de esta colección pertenecen a las familias patricias cordobesas de fines del siglo XIX y principios del XX, de modo que el árbol extendía sus ramas hacia un pasado en el que Kosiba mezcló ficción, abolengo y herejía. El resultado: una instalación a la que quizás no corresponda ubicar en la línea de la imaginación especulativa, pero sí de la alucinación histórica.
Sofía es una artista barroca en el sentido más pertinente del término, es decir, fiel a realizar y exhibir sus Capriccio, en los que la exageración brota por vía del ánimo y de la materia. Su poética se desliza como una serpiente entre la sensualidad y el terror, sostenida en el trabajo febril de una conciencia encantada. Ahora bien, el humor es el elemento clave, la piedra filosofal que trasmuta cualquier aspiración de trascendencia, cualquier aire de solemnidad.
Pero volvamos al árbol genealógico. Entre sus ramas está Cabeza de judío, un óleo sobre lienzo del prócer cordobés Emilio Caraffa, que ahora hace de tío siniestro, patriarca de esta familia ficticia. En la video performance donde Sofía lo encarna, el tío gruñe y farfulla con los ojos cerrados, asfixiado en su propia barba, incontenible en su patética figura. A la derecha está Doña Elina Oliva de Igarzábal, su hermana, casada con un hombre rico, luciendo joyas y abrigo. En el video, el pecho de Elina se agita tras los tules y las pieles mientras canta una canción punk: “Ya no vino nunca más por el bar de Fabián y se olvidó de pelearse los domingos en la cancha. Ya no sos igual, sos un vigilante de la Federal”. Un poco más abajo hay otra mujer, situada entre los retratos de sus dos amantes, hermanos entre sí. Personificada ahora por Sofía, gorjea como un pájaro mientras mueve sus manos, que han sido amarradas con un collar de perlas. El verde del óleo “original” es un esmeralda que recuerda al columpio rococó de Fragonard, a ese jardín bucólico donde se hamacaba una lady in pink. La sonrisa de Sofía en el video, su vestido rosa, también recuerdan a aquella dama del siglo XVI. El retrato de Doña Etelvina Garzón Funes, otra patricia cordobesa, está de espaldas, tiene un hematoma casi imperceptible en la cara. A partir de este hallazgo, Sofía encarna a Etelvina murmurando como un insecto, la loca del altillo que nos da vuelta la cara como un animal herido. La luz y el brillo de todas estas imágenes es tan potente como sus claroscuros, la artista los ha traído del pasado para hacerlos atravesar las pelucas de los personajes, el tafetán de seda, las perlas, los píxeles. Son obras con carne, respiración y voz (Sofía canta, aúlla, susurra).
Las artes performáticas implican inventos de realidad. Pero el arte no es mera ilusión, sino la elaboración matérica de una fantasía puesta en el mundo. Y todo lo que dije antes es porque quería decir esto: obras como las de Sofía, en su puesta en escena, agarran aquella fábula del “cuidado con lo que deseas” (que, mal entendida, nos condena al achicamiento vital y poético) y la dan vuelta: deseá más; en lo distinto abrí los ojos, abrilos más, nadie te los va a sacar; en la demasía inventá todo de nuevo. Son obras capaces de hacerse nacer un cuerno en la cabeza, o en el corazón, para volvernos familia de lo no humano. Que nos permiten ser innumerables mujeres, sí, pero también otrxs seres (“animales, bichos, chamanas, divas y damas”, como dice Sofía en su statement). Ahí es donde nace la mostra poshumana que canta: “una mariposa/yo me transformo … lluvia de estrellas/yo me transformo … Me contradigo/ yo me transformo … Soy to’a’ las cosa’/ yo me transformo”.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)