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En la Piazza di Spagna de Roma no vive nadie. Solo hay turistas que se sientan en las escaleras y carabinieri con la rutinaria misión de impedírselo. Los primeros, tras ser expulsados de su zona de descanso efímero, se suelen dirigir a Via Condotti al olor de las tiendas de marcas finas y de sus llamativos escaparates, convertidos hoy en museos callejeros de arte pop.
No vive nadie en Piazza di Spagna, pero si conjugamos el verbo en pretérito indefinido la cosa cambia. El poeta John Keats vivió y murió allí, en un cuartito que da a la plaza, y, entre 1948 y 1978, también fue vecino de la plaza el pintor Giorgio de Chirico. Visité ambas casas con la fotógrafa Lisbeth Salas para integrarlas en nuestra colección de casas-museo de artistas con la que haremos algo pronto. La de Giorgio de Chirico, para mi alegría, me pareció mucho más casa que museo.
En las viviendas de artistas plásticos el epicentro de la visita es el estudio donde trabajaban. Lo saben los conservadores del museo o quienes hayan ideado el recorrido de los visitantes. El público quiere, ante todo, ver pinceles resecos, tubos de óleo gastados y exprimidos al máximo y paletas de madera con todos los colores del arcoíris superpuestos. Nunca sabremos si esos eran verdaderamente los pinceles que empleó el artista, ni si compraba habitualmente tubos de esa marca. Es más probable que, quienes desempolvaron la casa para elevarla al noble pedestal de lo museístico, rescataran material viejo de una escuela de bellas artes de otras décadas. Pero nos da igual, porque acudimos allí con igual devoción que a una basílica, donde jamás se cuestiona la veracidad de las reliquias del santo.
En el caso de Giorgio De Chirico, la visita a su vivienda romana comienza en el vestíbulo del piso y continúa por los salones y el comedor, ya que el dormitorio y el estudio están en la planta de arriba. Así que nos ponemos en manos de la guía, que se llama Valeria, y entramos con ella al primer salón, fastuoso y con un parquet bien conservado que envidio, pues soy propietaria de humilde tarima flotante que imita madera. Digo “primer salón” porque hay más de uno, ya que el pintor unió varios apartamentos de ese palazzo del siglo XVII para hacerse lo que hoy podrían llamar en italiano casoplone, si se animasen a adoptar el vocablo.
En el recuerdo, la casa me sigue pareciendo de un tamaño descomunal, y creo que fue porque la miré como si tuviera ocho años. Entrar en el salón de los De Chirico fue instalarme en unos tiempos que no van a volver: los de ir de visita a casa de matrimonios respetables con mis padres. Muchos dirán: “menos mal que esos tiempos no van a volver”, pero quizá si los amigos de tus padres fuesen Giorgio e Isabel de Chirico en vez de funcionarios del Ministerio de Hacienda, pues no estaría mal que volviesen. Como los amigos de mis padres no eran los De Chirico, no tenían en sus salones óleos con las obras de la etapa metafísica de Giorgio, ni tampoco tantos bocetos de caballos: por lo que nos cuenta nuestra guía Valeria, a De Chirico le gustaba, desde niño, dibujar caballos, así que el animal es parte importante de su universo gráfico.
A pesar de no ser los De Chirico, los amigos de mis padres sí tenían su correspondiente mechero de mesa grande y pesado, de alpaca probablemente, al igual que Giorgio e Isabel. Se fumaba y mucho en esos tiempos, así que el ceniceramen de cristal colorido o de metal abundaba en los salones de las casas bien. Y también tenían todos, cómo no, una tele en el salón. Los De Chirico se habían decantado por una SONY culona dispuesta ante una ventana llena de cortinajes. Nos cuenta Valeria que el pintor la veía, pero siempre sin sonido. Comprendo su costumbre, pues las voces humanas no deseadas son mucho peores que cualquier ruido ambiente. Y, como protagonista del salón, ya junto al comedor, destaca el mueble-bar. La guía asegura que es auténtico, que su coctelera metálica y sus botellas de Campari y de aperitivo Gibò son de la época. Como buenos italianos, los De Chirico eran aficionados al amargor de bebidas que allí convierten ipso facto en cóctel festivo, a juzgar por la cantidad de Spritzs que se sirven a diario en las calles de Roma.
Si de niña me hubieran llevado a casa de los De Chirico, tras mirar los cuadros de todas las etapas del pintor y trastear con los objetos que había por allí –desde una pequeña reproducción de la Piedad de Miguel Angel a varios racimos de uvas de mármol– , me habría empezado a aburrir ante las conversaciones de los adultos. A lo mejor hasta me habría puesto a toquetear alguna de las muchas lámparas de pie con pantalla de pergamino que había en los salones. Ante el enfado de mis padres, me habría sentado con cara de malas pulgas y ahí Giorgio habría comprendido que me aburría mortalmente, y, apiadándose de la bambina spagnola, me habría ofrecido ver una película de video para que me entretuviera, porque lo de darme permiso para pintarrajear en su estudio ni se le pasaría por la cabeza.
Me habría pedido entonces que le acompañase al segundo piso, al dormitorio de la pareja, donde descansa todavía el gran video marca SABA de formato VHS (mis padres tuvieron mala suerte y escogieron el Beta, que iba perdiendo fuerza en los videoclubs semana tras semana), y me habría puesto una película del Topo Gigio o de Adriano Celentano en el reproductor, que tiene marcado “Accendere/Spengere” en una etiqueta autoadhesiva sobre la tecla de encendido, y “Togliere cassetta” sobre la tecla que muestra el icono de sacar la cinta, es decir, el botón de Eject que tan bien conocemos desde los años setenta. El gesto de traducir a su idioma lo que indican los signos emparenta a los De Chirico con mis padres y sus amigos, en aquel momento aún ajenos a la señalética contemporánea, y me sumerge de cuerpo entero en una nostalgia agridulce, rasgo que por definición caracteriza este sentimiento.
Para beber, porque seguramente me habría ofrecido algo, le habría pedido un Trinaranjus de naranja, o una Fanta de limón, pero esas marcas ellos no las tenían. Así que me habría dado un zumo Granini de pesca, nombre que me habría resultado inquietante hasta descubrir que significaba “melocotón”, y yo lo habría aceptado tan contenta.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)