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Habitar lugares mal comunicados

Magazine

16 agosto 2021
Tema del Mes: TransportesEditor/a Residente: Marc Navarro Fornós

Habitar lugares mal comunicados

Didier Fassin es un antropólogo que, entre otros temas, toma la policía como objeto de trabajo. En uno de sus estudios de campo, interroga a un comisario acerca de la persecución de jóvenes racializados en los barrios periféricos de París. El comisario, sonriente, le cuenta que al llegar una patrulla esos jóvenes se ponen a correr, pero ni siquiera saben por qué. A menudo, los agentes consiguen detenerlos pero, al interrogarlos, ya en dependencias policiales, descubren que no hicieron nada. “¿Entonces por qué corríais?” les preguntan. Pero ni idea: no responden o no lo saben. Ingenioso, el comisario interpreta frente al antropólogo que se debe tratar de un reflejo pavloviano.

En una situación parecida todos desearíamos responder como lo hizo Fassin: “que la policía se ponga a perseguirlos al verlos correr debe responder al mismo tipo de reflejo”. Pero es poco probable que tuviéramos tantos reflejos. Ahora bien, esta pequeña escena, habitual también en nuestras calles, nos puede permitir entrever una realidad policialmente ignorada: lo que propongo llamar lugares mal comunicados. Y decimos “policialmente ignorada” puesto que ignorarla es asumir la posición de la policía, aunque uno crea no serlo. En tales lugares, el sospechoso no sabe o no responde, puesto que toda respuesta no puede más que ser mal comunicada, el policía interpreta con psicología barata y una pizca de deshumanización y el resultado final es violencia, desencuentros y todo el mundo a su casa.

¿Qué sucede entonces en ese encuentro tan azaroso como políticamente programado? ¿Qué son estos lugares? En realidad, son lugares opuestos a aquellos soñados por el capitalismo que en cierto sentido también resultan estar mal comunicados. Me refiero a la estética de esos lugares privados, exclusivos, para nada democráticos ni populares, a los que uno solo accede con un alto coste en tiempo, dinero y saber. Uno debe conocer dónde se encuentran para llegar a ellos y uno debe pagar para acceder allí. Se trata de agujeros en las redes de movilidad: ni trenes ni buses ni carreteras. No es que la infraestructura no pueda llegar, sino que planifica lujosamente su propio agujereamiento. Así como los nudos de productividad que las infraestructuras sustentan no son neutros, tampoco lo es la exclusividad que genera la ausencia de accesos. Pero no; no son esos los lugares mal comunicados que habitan los jóvenes antes detenidos por la policía. Estas islas privadas o refugios de montaña soñados por el capital podrían ser considerados más bien lugares incomunicados, en donde no se piden razones y uno puede gozar de un santuario de alivios en era de la comunicación de masas.

Sin embargo, los lugares mal comunicados que nos interesan sí se superponen a menudo con los olvidos del Ministerio de Fomento, pero no se reducen a ellos. No se definen solo por la accesibilidad sino por ciertas relaciones de poder que producen un tipo determinado de subjetividad. La precariedad de los medios de transporte solo es para esos espacios un vector más en esa producción de individuos. Como si se tratara de una malévola metáfora a medio camino entre ingeniería de puentes y caminos y los estudios de la subalternidad, estos espacios exigen incomodidad para llegar a ellos pero sobre todo hacen imposible hablar desde ellos. Para entender estos espacios, la pregunta clave que debemos hacernos es, parafraseando a la pensadora Gayatri Spivak, “¿pueden acaso hablar?”. Es decir, ¿pueden asumirse como sujetos de la enunciación? Ya hubo todo un famoso debate en el seno de la URSS estalinista acerca de si el lenguaje era una superestructura o una infraestructura en los sentidos marxistas del término. La cuestión era saber si el modo y las lenguas en cómo los obreros se expresaban era algo consubstancial a la conciencia de clase o puramente accesorio. Hoy deberíamos plantearnos lo mismo pero no pensando en las lenguas efectivamente habladas, sino desde la capacidad de devenir sujeto de la enunciación. ¿Es la capacidad de poder “tomar la palabra” superestructural y por ende accidental o se trata más bien de una red de poderes encarnada en cuerpos y territorios? O mejor: ¿podían los chicos de Fassin quedarse quietos y afirmar que no estaban haciendo nada malo?

En el campo de las psicoterapias, a cuya crítica me dedico, a menudo se considera que la capacidad de tomar la palabra depende de los méritos individuales. Si uno no lo hace, es porque le faltan los recursos simbólicos, las agallas o la autoconfianza que le permitirían hacerlo y que la práctica psicológica debería aportarle. En realidad, tal consideración es equivalente a la despolitización de los lugares de enunciación. En la práctica, esto se nos revela cómplice de lo hegemónico cuando el lugar mal comunicado toma la palabra y se lo juzga siempre como dialecto provincial, balbuceando, en torbellino emocional o hablando únicamente de lo poco de lo que es dueño: de su experiencia subalterna. Toda comunicación posible se inscribe en el registro de lo mal comunicado y de la pérdida de sentido. Al igual que nuestro comisario, que consideraba el correr un acto reflejo, es decir, no reflexivo, la hegemonía no solo subalternatiza un territorio de lo habitable, sino incluso una lengua. La periferia -en un sentido no forzosamente geográfico- no solo está mal comunicada en relación a la red de transportes, sino especialmente en la red de significados.

La oposición que nos legó Michel Foucault entre utopías y heterotopías se ajusta a estas consideraciones. Él nos dice que, si bien los lugares utópicos serían los que no están en ninguna parte más que en la mente del hombre, los lugares heterotópicos sí que existirían pero, históricamente, los habríamos convertido en espacios de exclusión. Según Foucault, antiguamente habrían sido espacios de acogida ubicados fuera de la sociedad. En estos, es donde se alojarían los sujetos en crisis, es decir, aquellos cuyas identidades y prácticas no son sostenidas por la hegemonía y, en consecuencia, cuya capacidad para subjetivarse como lugar de enunciación sería puesta en duda. Habríamos convertido, entonces, los espacios de acogida de estos sujetos, como los ritos iniciáticos para adolescentes, las casas de mujeres menstruando o los espacios de trance chamánico, en dispositivos que excluyen tales incomodidades para la supuesta normalidad: tecnologías de gestión de la menstruación para poder denegarla, la farmacologización de los excesos psíquicos o, como nos mostraba antes el comisario, la guetificación de la conflictividad social. En cada uno de estas heterotopías el sujeto solo puede responder mediante los significados de su exclusión, es decir, la mala comunicación y la incapacidad para tomar la palabra propia es aquello que los define como espacios. Así, en cada paseo de la patrulla policial los jóvenes solo pueden subjetivarse mediante los significados que los excluyen y corroborando las intuiciones del comisario, aun cuando sean erróneas en lo concreto.

Igualmente, tal diferencia es productiva para pensar las corporalidades y los discursos. Podemos hablar de cuerpos utópicos, que no existen pero que todos conocemos y a todos nos determinan -aunque sea a través de la angustia-, y existen cuerpos heterotópicos que están excluidos de la representatividad e incluso de la habitabilidad. También discursos utópicos, como por ejemplo el científico, en tanto que lo mal comunicado está excluido de su formalización. O, por lo contrario, heterotópicos, como los sexo-disidentes o el Black Lives Matters, es decir, aquellos que asumen su politización como la subversión del sujeto que los sostiene.

El hecho de habitar un lugar mal comunicado se inscribe, entonces, en la repartición desigual del territorio. Pero también en la repartición desigual de la capacidad de crear significados. El provincialismo y la periferia que producen los cortes en el territorio son igualmente un corte en los significados que pueden llegar a ser expresados. Quizás así pueda entenderse que el psicoanálisis entienda el hablar como hacer un corte en una superficie: tomar la palabra no solamente deja marca, sino que además incide en la redistribución de los lugares. No hay heroicidad allí, no existen los geógrafos que puedan redefinir la territorialidad entera, solo micropolíticas de cortes y resistencias. Evitar caer en la ignorancia hacia nuestros propios “reflejos pavlovianos” -como los policías al perseguir a los jóvenes- implica necesariamente buscar los lugares mal comunicados que nos habitan.

(Imagen destacada: Jacques Arago “Escrava Anastacia” 1839)

Miquel À. Riera es librero y ejerce como psicoanalista. Investiga las posibilidades subversivas de la práctica analítica cuando se deja influenciar por el pensamiento crítico contemporáneo.

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