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En los trabajos de Iñaki Garmendia confluyen diversas cuestiones. Las subculturas juveniles y sus modelos de ocio, las tensiones entre lo local y lo global, la consciencia de la imposibilidad inherente al lenguaje… Las imágenes adquieren un cierto grado de autonomía, y con ello la capacidad de repensarse a sí mismas. Las formas de abordaje son variadas y, en ocasiones, contradictorias. El acercamiento pasa por la aceptación previa de lo fragmentario. Y por un intento de soportar lo incompleto.
No hay signo que no haya sido antes. Sino, sería otra cosa. Todo remite a algo anterior. Repite.
Un monitor bastante elevado sobre una peana muestra un vídeo que se recrea en la fisionomía de una bicicleta Orbea verde. El “cuerpo” mecánico aparece fragmentado en trozos que componen una totalidad que el enfoque convierte en imposible. Hay una fascinación escópica por las formas de la bicicleta: primeros planos enseñan pedazos inconexos, la cámara juega a eliminar la distancia por medio del enfoque-desenfoque. La imagen es sutil e hiperrealista a la vez. Sutil porque acaricia el objeto. Hiperreal porque se acerca, porque agranda, porque opera en el interior de un régimen de obscenidad.
Para Baudrillard lo obsceno implica la pérdida de toda escena. Aquí, la forma pura y vacía. Ausencia de narratividad y ausencia de escena. El excesivo acercamiento termina por instaurar una distancia insalvable. Y el exceso de verdad es demasiado para ser verdadero: median la cámara y la subjetividad construida de quien construye.
Si S.T. Orbea (Orduña) (2007) abre la exposición y se sitúa del lado de la visibilidad absoluta, la última pieza, Bolueta (2011) establece un interesante contrapunto. Frente al carácter invasivo del primer plano, Bolueta se decanta por la ambigüedad de presencias y ausencias. Dos cámaras se ocultan de noche frente a la salida de una discoteca. Lo que los vídeos muestran es lo que se grabó, sin cortes, seguramente sin intervención. Las nociones de vigilancia y/o voyeurismo son evidentes y se potencian a través del display expositivo: los monitores se colocan sobre dos peanas que sobrepasan con creces la altura de quien contempla.
Aquí si hay escena, o al menos eso parece. La cámara está quieta, abandonada al azar que determina aquello (siempre fragmentario) que se colocará en su campo de visión. Ocurre algo extraño, siniestro, relacionado con el lugar en el que se desarrollan los hechos registrados; algo que tiene que ver, no con el cuestionamiento, sino con el reconocimiento y la aceptación de un régimen de vigilancia. La imagen es familiar, podría ser aquí, al lado, podría ser ayer, podría ser yo, incluso tú.
La falta de nitidez incomoda y excita al voyeur, es lo contrario a lo explícito del porno. Las cosas y las personas no terminan de verse, las conversaciones no llegan, la imposibilidad subyace a la escena. Esa “verdad” que no se puede ver conduce de nuevo a la comparación de los dos regímenes de visibilidad que exploran las dos obras ¿Qué es más verdadero, el “cuerpo” hiperreal de la bicicleta o las imágenes fantasmáticas que pueblan la salida de la discoteca?
Los videos de Garmendia operan desde el interior de una amalgama de signos. Aprovechan la supremacía de la imagen en movimiento en la era de los mass-media en un intento de cuestionar las formas de representación imperantes y exploran los límites y posibilidades del mismo hecho representacional. Los signos son múltiples y, como siempre, los hemos visto ya en otros lugares. El retrato de las subculturas juveniles y sus formas de ocio y divertimento al amparo del post-capitalismo, referentes que exploran lo local y operan desde lo global, la música, la imposibilidad del lenguaje…El significante no nos pertenece, se escapa, posee una estructura que le es propia.
La forma pura y vacía de S.T. Orbea (Orduña) quizá no está tan vacía. ¿No hay acaso signos en la representación de la propia bicicleta, en su color verde, en el título de la obra que remite al modelo de la bici y a la localidad vizcaína que posteriormente Garmendia señala en uno de los mapas de la exposición?
El reconocimiento de ciertos signos depende a veces del grado de familiaridad con el contexto. Un reconocimiento no necesario, pero al que en ocasiones es imposible sustraerse. Como en las fotos que retratan diversas discotecas de la geografía vasca o, más concretamente, su arquitectura. Imágenes aparentemente vacías, de carácter taxonómico, que simplemente parecen documentar un género: el de la arquitectura de discotecas (si es que existe). Se trata de imágenes diurnas que descontextualizan la funcionalidad eminentemente nocturna de éstos espacios. Los edificios aparecen en lugares deshabitados, rodeados del verde característico de las montañas vascas. La cuestión del color parece tener cierta importancia, pues el artista realiza dos series de fotografías que mantienen prácticamente el mismo enfoque, la diferencia fundamental radica en el color de una frente al blanco y negro de la otra. La arquitectura de discotecas vuelve a documentarse en N-634 (2011), un diaporama construido en base al recorrido por la carretera de la que toma el título, que congrega varios de éstos lugares.
Jazz-berri, Non Stop, Txitxarro, Itzela…lugares de peregrinación techno de una parte de la juventud vasca a finales de la década de los noventa. Una versión local de la “ruta del bakalao” en la que ETA identificó un nuevo opio del pueblo. El techno, el éxtasis y los coches tuneados alejaban a la juventud vasca de la lucha política y la revolución. El 10 de septiembre del 2000, Txitxarro, una de las discotecas más concurridas del momento, saltaba por los aires.
Las fotografías muestran el estado de la discoteca tras la explosión de la bomba. Pero Garmendia se detiene especialmente en la verja cerrada que daba entrada a Txitxarro. Las líneas rectas y diagonales de tubo metálico que componen su estructura son trasladadas a papel y sometidas a un proceso de abstracción relativa. Relativa porque el dibujo depende primero de su relación directa con la puerta y, después, del grado de reconocimiento del mismo, como signo descontextualizado, por parte del espectador. ¿Demasiadas dependencias? El dibujo deja de ser abstracto cuando es reconocido como verja. Pero lo es cuando éste reconocimiento no se produce. Así, renuncia en cierto modo a ser signo y se convierte en significante no asociado. Adquiere autonomía, tanta que se erige en imagen de la exposición. Imagen vacía, forma pura, o imagen sobrecargada de connotaciones.
La duda permanece. Se topa de lleno con cuestiones relativas a la subjetividad que subyace a todo análisis. Con la existencia de múltiples capas interpretativas. Con cuestiones que tienen que ver con el peso ideológico que conferimos a toda forma como supuesta portadora de significados.
Todo consiste en dar la vuelta a las imágenes, en hacer que giren, en explorar sus estructuras para desestabilizarlas. En disociar significados de significantes para que peligre el signo, en aislar referentes. Pero constantemente, una y otra vez, deshaciendo lo hecho, volviéndolo a hacer. Lo que queda es fragmentario. Y transmite una fuerte sensación de inmediatez.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)