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El lunes y el martes pasado empezábamos la semana en Latinoamérica con crítica cultural y arte crítico. Enunciados sobre los que resuena aquella necesidad en forma de postulado de la que hablaba Graciela Carnevale en una conversación en el ZKM de Karlsruhe: “el arte no tiene que ver con la representación, sino con una acción que puede interferir en la vida real”.
Claudio Iglesias apuntaba como el arte latinoamericano se enfrenta (no en el sentido de lucha, sino de encarar) desde hace mucho a unos fantasmas que le persiguen: la naturaleza del mestizo, el lugar del extranjero, la influencia del colonialismo… Son aspectos históricos que se inmiscuyen en una compleja cosmovisión. Y sin negar su centralidad, generan un lastre ineludible, un amarre al pasado que copa aun muchos discursos.
1968 fue un año efervescente en varios puntos del planeta. En una suerte de comunión global, muchos vieron partirse cuerdas que llevaban decenios tensándose. En un estallido político y artístico entorno a la experimentación, Tucumán Arde, de los que también hablaba Syd Krochmalny el pasado martes, fueron una muestra espontánea de discurso independizado, de conceptualismo liberado de “lastres” coloniales, de proyectos proyectados a proyectiles políticos.
Y es que cuando el arte se mueve, como lo agitan –en otros términos- Daniela Ortiz y Xosé Quiroga en su proyecto presentado en La Capella, 15.518, la fricción produce chispas y concilia esa interferencia en la vida real que propugnaba Graciela Carnevale.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)