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Dejemos Corinto y avancemos un poco. En este itinerario viajaremos a los primeros siglos posteriores a la descomposición del Imperio romano de Occidente, para ver el cambio radical que supuso la nueva religión, gestada a escondidas en las catacumbas, salida a la luz por Constantino, delimitando así el sustrato espiritual sobre el que descansa, no siempre a sabiendas, nuestro continente. Para ello nos iremos a tres ejemplos que nos ayudarán a entender el brusco giro que supuso este cambio. El primero tiene que ver con la supervivencia de la pintura pagana en una época de fragilidad, los “ídolos”, que deben ser eliminados para no «torcer» el entendimiento con objetos perecederos. El segundo se centra en el icono, “no hecho por manos humanas”. El tercero exalta al papa Gregorio el Grande, nuestro protector, y el papel que jugó su decisión a favor de las artes y las imágenes, avanzándose varios siglos al mecenazgo que se propuso dar la Iglesia, cuando las injertó a la raíz misma de la pastoral; por esas fechas, lo que se conoce ya como Renacimiento.
Pasaron muchos siglos en el Occidente latino, en el curso de los cuales las imágenes del arte antiguo fueron consideradas ídolos, objeto de vio- lentas controversias, en las que el advenimiento del cristianismo se mantuvo vigilante a toda creación de imágenes, consideradas imitaciones imperfectas de la Creación divina. Las preferencias de los Padres de la Iglesia se mostraron afines con el platonismo que, recién inaugurada la era cristiana, se había mostrado conciliable con la Biblia traducida del hebreo al griego. La dura crítica de Platón hacia las artes y a la poesía hizo el resto.
En realidad, esta última crítica se dirigía más a la biblioteca homérica y sus derivaciones que a las propias imágenes de la pintura o la poesía; su programa de educación filosófica y política da cabida a las artes, pero simbólicas, reflejo de las ideas, tan queridas, y no de las cosas. Se intentaba transfigurar así al artista en un ser de conocimiento, de manera que unos Originales pueden ser contemplados en sus obras en vez de ser consideradas meros ejercicios de vanidad. ¿Fue este último sentido, siendo el primero difícil, esotérico, el que se siguió? Viendo el curso de los acontecimientos, estoy tentado de creer tal cosa.
En este clima de extrema desconfianza hacia las artes, los artistas arte- sanos se vieron relegados a una autonomía mínima, sin ningún derecho legítimo de iniciativa formal. Encontraríamos aquí el caso del icono, por ejemplo el Mandylion, un ejemplo fascinante que será comentado por un pintor catalán extraordinario, más adelante. En la doctrina del icono, el pintor de iconos no está más que como auxiliar anónimo, no es un artista. En sus modelos, el dibujo de trazo de las figuras significa la Idea o Teofanía; las grandes zonas de color que sirven de fondo y las teselas de oro o de vidrio coloreado ocasionales que llenan las formas dan cuerpo a la Teofanía o Idea. Se expresaba así el Símbolo, que vivía de sí mismo y se proyectaba a sí mismo en el dibujo. En su esencia, es análogo a la reliquia, la hipóstasis de un arquetipo divino que se vuelve presente, por el simple contacto de la superficie.
El único papel del artista artesano era el de aplicarle los colores, después, debía retirarse. La función de la imagen verdadera, una Vera Icon, era su preexistencia a su estado material, siendo irremediable un mínimo de intervención humana para manifestarse a través de una materia y unos pigmentos.
Hay que recordar en todo momento que el Occidente latino no pidió nunca un sacrificio semejante a sus artistas, por la sencilla razón que no otorgaba ningún carácter sagrado a sus obras; si se firmaba la obra, ocasionalmente, era para hacer constar su carácter efímero, simplemente humano y contingente.
Hubo que esperar, pues, a un milagro para que las imágenes del arte, re- legadas hasta entonces a ilusiones engañosas para ignorantes, fueran admitidas en el itinerario espiritual del alma cristiana que busca su unión con Dios. Tal milagro sucedió a fines del siglo VI. El obispo de Marsella, Serenus, había hecho destruir todas las imágenes de la diócesis de su iglesia, idolatrías peligrosas. El papa de entonces le dirigió una bula, reprochándole el haber faltado a sus deberes de pastor;
cometiendo tal acto, ha dejado a los laicos, que no saben leer, privados del único acceso del que disponen a la fe, siendo conveniente que vean “ imágenes sagradas” las cuales les pueden hacer entender el espíritu de la predicación.
Así definió las artes visuales cristianas Gregorio el Grande, “ lectura y escritura de los laicos”, que, junto con la famosa carta apócrifa al monje Secundinus, sentaron la doctrina de la “ Biblia de los iletrados”. En susodichas cartas, en las que se suponía que Gregorio había accedido al deseo de un religioso de rezar ante una imagen del Cristo crucificado, admitía que la impresión causada al corazón por unas imágenes exteriores que hablan de objetos sagrados a su receptor no es ni menos viva ni menos verdadera que las de las imágenes ficticias que se pintan en la mente del observador. En otro pasaje llega hasta el punto de sostener que la pintura emociona más al alma que la lectura, poniendo la primera el hecho ante los ojos, la segunda relatándolo de oído.
La imagen desempeña así un papel de puente conector, en la que el don del amor divino es inteligido y recibido a través de los ojos. [1]Pueden encontrarse estas cartas en su versión en latín, en Gregorius Magnus, Registrum epistolarum, IO, 209 y XI, 10, ed. D. Norberg, 1982, CCSL 140A. Y también, en versión inglesa: … Continue reading
No sabemos si los artistas artesanos de la época fueron conscientes de la responsabilidad que de repente recayó sobre ellos, el caso es que el efecto que tuvo una autoridad espiritual tan grande posicionándose a favor de las artes y las imágenes fue decisivo. Es a partir de entonces que los talleres y las técnicas del arte pagano son puestos al servicio de la pastoral, prestos con amplificar la fórmula del Génesis, que hace del ser humano una criatura “ a imagen” del Creador, en la que, nótese de pasa- da, se introduce la idea de imagen en el seno mismo de Dios. Se conoce a sí mismo en su Imagen, y esta Imagen, al encarnarse en Cristo, visitó este mundo. Se abre la puerta para un arte pictórico que empezó a descubrir, en la doble naturaleza del Verbo encarnado, todo un seguido de búsquedas ópticas y trucos formales, propicios a dobles lecturas.
[Imagen destacada: Marcel Rubio Juliana, Dibuix anunciador 2]
↑1 | Pueden encontrarse estas cartas en su versión en latín, en Gregorius Magnus, Registrum epistolarum, IO, 209 y XI, 10, ed. D. Norberg, 1982, CCSL 140A. Y también, en versión inglesa: https://www.documentacatholicaomnia.eu/01p/0590-0604,_SS_Gregorius_I_Magnus_Registri_Epistolarum_[Schaff],_EN.pdf |
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