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Cuando me convertí en presidente y director en funciones del Centro Cultural Khalil Sakakini, Ramallah, en Palestina, en septiembre de 2015, y más tarde, en director en marzo de 2018 hasta finales de 2019, no sabía qué era exactamente lo que había que hacer con una institución cultural que se estaba derrumbando. Durante un par de años, el centro había estado luchando por la financiación, y esta situación puso de manifiesto la fragilidad de nuestra economía cultural y la necesidad de alternativas. En 2014, los fondos para la escena cultural en Palestina y la región se habían visto afectados por la primavera árabe, ya que los que aportaban los fondos y sus prioridades en la región cambiaron. Este cambio puso a las instituciones culturales de Palestina, Líbano y Egipto en una situación de crisis existencial. Se enfrentaron al dilema de seguir funcionando mientras su economía, basada en donaciones, se estaba reduciendo. Simultáneamente, los filántropos que apoyaban a las instituciones pequeñas y medianas comenzaron a construir sus propias mega instituciones. Los museos y las instituciones culturales en expansión empezaron a reemplazar a las más pequeñas. Los fondos internacionales se centralizaron y se canalizaron hacia estructuras administrativas locales que sustituyeron a las gubernamentales.
Durante el tiempo que trabajé allí, el reto no fue sólo mantener vivo el centro, ya que las instituciones también mueren, sino que siguieran siendo pertinentes y que la crisis de financiación dejara de ser un problema monetario para convertirse en una cuestión cultural y política. Esta crisis no es un acontecimiento singular, sino más bien una situación continua que se produce por cambios políticos e históricos. La institución necesitaba ser reinventada, todo lo que se daba por sentado tenía que ser cuestionado y re-imaginado. «El trabajo total de la institución cultural» se convirtió en el concepto que establecimos y desarrollamos a través de este proceso, y se trataba de cómo entrelazar la crítica de la institución cultural dentro de las prácticas de la propia institución. Construcciones como «audiencia» tuvieron que ser trasladadas de la noción de espectadores a productores, involucrándolos en la realización de los programas y eventos, no sólo como voluntarios con su tiempo y cuerpo, sino como productores de conocimiento. El replanteamiento de la noción de público abrió la institución a nuevas posibilidades, pasando de ser un centro cuya misión es producir actividades que puedan atraer a los públicos, a convertirse en una infraestructura y una herramienta de producción para los productores y artistas culturales; los espacios, el equipo, la condición jurídica, la estructura administrativa, los presupuestos, los conocimientos especializados y la comunidad que la rodea se volvieron accesibles y posibles de utilizar; y éstos, por su continuo movimiento, interacción y reunión, son capaces atraer a una comunidad más amplia en todos sus diferentes aspectos.
Pero esto no es sólo un asunto en relación al público. Para que la institución pudiera conectarse con su comunidad y «Públicos», el equipo tuvo que ser reestructurado de manera que permitiera la producción cultural así como el trabajo administrativo. Así, en lugar de tener una división vertical del trabajo, administrativo vs. cultural, se ha practicado una horizontal. Todos los miembros del equipo pueden convertirse en productores culturales mientras realizan parte del trabajo administrativo, y de esta manera, la pesadez del trabajo administrativo puede distribuirse a todo el equipo, al tiempo que se puede comprometer cultural y críticamente con la institución y su existencia política.
Estos cambios invirtieron nuestra comprensión de la sostenibilidad; la distancia entre la comunidad y la institución se derrumbó, y fuimos capaces de imaginar una nueva estructura. Una que no tiene una jerarquía empinada como una montaña, ni una plana como una costa, sino que se parece a las colinas de los territorios ocupados de Cisjordania, donde la relación entre el equipo, el colectivo y el individuo está siempre equilibrada y en movimiento. Re-imaginar una institución cultural forma parte de cuestionar las estructuras de la construcción del Estado y la colectividad en Palestina y la región. Las circunstancias contradictorias en las que vivimos: colonial y poscolonial simultáneamente, donde la construcción de instituciones aún está en marcha, permite alternar las estructuras imaginativas de la colectividad. La institución cultural debe convertirse en una herramienta para el cambio político, económico y cultural.
El «trabajo total de la institución cultural» tiene como objetivo entender la institución cultural como una estructura ideológica, pensar con ella, desafiarla y subvertirla. La institución actúa como si fuera a-histórica, como si hubiera estado funcionando fuera de la progresión del tiempo y la política, como si no fuera el resultado de años de cambios en la política y la reglamentación a través de los procesos de financiación y los requisitos de los donantes. Esto hace que actúe como si la crisis de la institución fuera de hecho una crisis de la cultura misma, y por lo tanto se convierte en una superestructura que piensa que sin su existencia no habrá cultura y la sociedad civilizada se derrumbará.
La economía de los donantes se ha convertido en uno de los principales instrumentos de intervención política a muchos niveles en Palestina y en el mundo. La institución cultural tal y como la conocemos hoy es un producto de dicha economía. La institución se convirtió en su mayor parte en un órgano administrativo que tiene por objeto cumplir las políticas de gobierno y la labor burocrática de informar y mantener la existencia de la institución. Esta existencia en sí misma se convierte en la cuestión, es una existencia pesada y frágil que siempre necesita ser sostenida con presupuestos, por lo que el público se convierte en el principal justificante de la relevancia al convertirse en números, es decir, cantidad que puede ser reportada para probar que la institución puede llegar al público sin tener necesariamente un efecto real en la producción de conocimiento.
Esto hace que uno piense en las formas en que las iniciativas culturales funcionan como semillas para los grupos políticamente comprometidos. En estos Estados fallidos (o no Estados) y sociedades políticamente retiradas, la cultura se convierte en el espacio donde se pueden practicar e investigar políticas nuevas y progresistas, no sólo como temas, sino principalmente como estructuras. Las prácticas culturales se convierten en el terreno para que los grupos políticos investiguen y practiquen formas y estructuras alternativas y más imaginativas de trabajar juntos y formar acciones y conocimientos colectivos. Por tanto, me gustaría pensar no sólo en el arte comprometido políticamente, sino también en la política comprometida culturalmente, donde se puede pensar en la transformación que se produjo en la escena cultural desde principios de los años 90 al final de la guerra civil libanesa y la firma del acuerdo de Oslo. Al observar esta historia, uno puede pensar en cómo las cuestiones de gobierno, las estructuras de poder, la economía y las redes sociales han sido y aún pueden ser desafiadas y reutilizadas.
Cuando uno empieza a trabajar, tiende a hacerlo de forma intuitiva. Pero entonces nos enfrentamos a una situación en la que nos vemos obligados a preguntarnos: ¿Cómo ponemos la teoría y la crítica en movimiento, en la práctica, pero también creamos una teoría y una crítica de ese movimiento? ¿Cómo se puede participar en la política cotidiana de la gestión de un centro y, al mismo tiempo, ser capaz de pensar en ello a distancia, como algo de lo que podemos aprender y sobre lo que podemos construir? Había un ciclo de crisis que queríamos romper. Dentro del centro, uno se concentra en manejar los asuntos diarios y el espacio físico en sí mismo. Sin embargo, en otro nivel, hay un trabajo intelectual y teórico que excede al propio centro. A esto es a lo que me refiero. El «trabajo total de la institución cultural» puede reflejarse, o incluso ponerse en práctica incluso en otra institución, o país. El punto es hablar de la condición general del arte y de la economía de la financiación, para conectarla con lo que sucede en Croacia, Rumania, Líbano, o en cualquier otro lugar, y comenzar a pensar y trabajar a través de estructuras más grandes. Se trata de cómo expandirse de manera horizontal; de poder plantearse la pregunta de cómo trabajar juntos[1].
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)