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Vivimos rodeados de imágenes, sumidos en una espesa sopa de píxeles que consumimos hasta el hartazgo. El modo en que podemos abordarlas desde el comodísimo sillón orejero de la teoría estética nos permitiría, quizás, estudiar su composición y todas esas chucherías áureas. También, podríamos intentar ingeniosas florituras, como aquella de comparar La balsa de la Medusa con un naufragio de migrantes en el Mediterráneo. Sin embargo, creo que puedo ser más útil hablando desde dentro: desde donde se producen y se eligen las fotografías, ya que, además de pintor, soy fotógrafo de prensa.
Todo suceso, ya sea glorioso, épico, trágico o luctuoso, siempre se convierte en un hervidero de cámaras. Sé lo que sienten los fotógrafos cuando se enfrentan a una catástrofe. Para ellos (quiero decir, para nosotros) es más fácil mirar a través del visor de una cámara que con los propios ojos. Esa distancia o esa mediación óptica debiera producir la máxima objetividad, pero, como veremos más adelante, no es siempre así. El fotógrafo experimenta una emoción contradictoria: siente compasión al mismo tiempo que se alegra de tener la oportunidad de tomar una buena foto, que le dará prestigio y, quizás, un ascenso. A menudo, acecha la tentación de dejar la cámara y ayudar en el incendio, pero se refrena pensando que puede ser más útil documentando que acarreando un balde de agua.
No olvidemos la necesidad, casi enfermiza, de que su foto sea mejor que la de su competidor: ese otro fotógrafo que está a pocos metros de él. Ambos se vigilan, se copian los encuadres, rivalizan por obtener la mejor posición sobre el terreno. Hay una cierta codicia, una fiebre de la imagen, una ansiedad irrefrenable de llegar más cerca o de sortear (más habilidosamente) los dilemas morales para conseguir una foto de primera página. A veces, y cada vez es más frecuente, también el fotógrafo se autocensura: baja la cámara por respeto a una víctima o a un familiar. Son unos pocos segundos en los que se tiene que juzgar la situación y decidir si debe o no hacer esa foto. Es el primer filtro, el primer dique de contención. Cuando vemos una foto de un accidente con víctimas no vemos lo que ha visto el fotógrafo, vemos lo que ha sido capaz de fotografiar. Los límites varían históricamente y, probablemente, hoy haya menos crudeza y más respeto; al menos en esta parte del mundo. Cuanto más lejos yace la víctima, más laxo es el tratamiento gráfico.
Al final, cuando la foto entra en el flujo de una redacción, habrá otros filtros, de todo tipo y condición. Ahora la foto es información y su publicación está sujeta a otros aspectos de carácter editorial. El fotógrafo casi nunca interviene en esta parte.
Un fotógrafo de prensa actúa como un intermediario. La fidelidad a la realidad debería acompañarle siempre y conducirle a una cierta imparcialidad: ser testigo y no actor. Pero, ¿cómo evitar los personalísimos puntos de vista o el pesado lastre de manías y tics? Es este un oficio lleno de trucos y habilidades arteras. Los hay que salpimientan sus fotos con una cierta atmósfera. Siempre la misma: un tenebrismo barroco en el que nunca sale el sol. Otros son aficionados a ofrecer encuadres forzados, tozudos contrapicados que pretenden añadir una cierta tensión que no saben conseguir de otro modo; algunos (entre los que me encuentro) se obstinan en geometrizarlo todo, usando el visor como un campo de batalla neoplasticista. Colocar los elementos en el encuadre les obsesiona y a veces les distrae de todo lo demás.
Todas estas peculiaridades provocan que sus fotos sean reconocibles, eso que llamamos de autor. La verdad, no estoy muy seguro de que un fotógrafo de prensa deba tener un estilo propio.
Este vicio, que se cura de manera natural con el paso de los años, era más acusado hace un par de décadas, cuando la fotografía era propiedad de los fotógrafos. Veíamos el mundo a través de sus ojos (en realidad a través de la forma en la que estaban educados sus ojos). Hoy la fotografía no es de nadie: existe una especie de gran cámara colectiva que cada peatón lleva en su mano y que opera desde las fachadas de muchos edificios. Un cajero automático ofrece su propia mirada. Es una tupida red que lo ve todo. Esto ha facilitado mucho el trabajo de los informativos de televisón: un aparatoso accidente en un remoto paraje de Alaska entre un tráiler y un infortunado reno; no hay víctimas, no hay noticia, pero hay imagen. Ahora siempre hay imagen. El informativo cierra con la foto que un señor de Cuenca manda de una puesta de sol.
A los fotógrafos no les gusta la fotografía ciudadana porque hay en ello un absoluto intrusismo y una total falta de calidad. Las imágenes son sucias y no tienen intención, ni encuadre, ni noción alguna de composición. Pero en realidad no se atreven a reconocer lo que verdaderamente les preocupa: esas fotos son absolutamente verdaderas. No portan el marchamo de su oficio y revela en ellos una inquietante sensación: una mala foto puede ser mucho más «real». Dado que a los fotógrafos se les ha puesto muy complicado el acceso a las ucis y a los domicilios particulares, muchas de las imágenes de esta pandemia han sido un enorme selfie global, el «hágalo usted mismo» de Warhol llevado al paroxismo. Un fin de fiesta amateur.
Los fotógrafos se sienten amenazados.
El editor gráfico de un periódico tiene problemas parecidos. Dispone de un material finito y ante una noticia de carácter global solo tiene las fotos que le sirven las agencias a las que está suscrito. Cualquier persona desde una red social puede ofrecer más variedad porque tiene acceso a todas las fotos de todos los medios y no tiene reparo alguno en utilizarlas sin firma ni créditos. Aparentemente la imagen se ha democratizado, pero más bien se ha liberalizado en el sentido más salvaje del término. Para competir con esa muchedumbre fotográfica, con ese anónimo objetivo, los fotógrafos solo tienen una cosa: la calidad de su narrativa. Otra vez el estilo. En mi opinión, un buen fotógrafo de prensa aparece cuando no pasa nada. Hacer una buena foto en el decorado de una guerra es relativamente accesible (una buena foto, no una excepcional), pero hacerla en un periódico local es algo homérico. La aridez de lo cotidiano frente a las seducciones de lo ajeno y lo exótico.
Los fotógrafos disponen, además de sus cámaras, de una herramienta poderosísima: la rotativa. La rotativa es el lugar en el que me refugio cuando creo que estoy perdiendo la fe. El penetrante olor a tinta, el imparable giro de los engranajes y, sobre todo, el papel, rotundo y permanente.
Conozco bien a los fotógrafos. Una rotativa puede imprimir su foto cien mil veces, de modo que un señor mayor, mientras desayuna en el bar, mancha sus dedos de tinta cuando manosea lo que él ha visto. No hay vehículo más potente que una rotativa. El fotógrafo a menudo la menosprecia, porque fantasea con la límpida soledad de la sala de exposiciones, como un ilustrador o un historietista que demandan su lugar en el sacrosanto y validador centro de arte contemporáneo. Un lugar al que ese señor, que tiene los dedos manchados de tinta, nunca irá. El fotógrafo a menudo entrega a la rotativa un trabajo corriente mientras guarda para sí lo que él llama su trabajo personal, esperando que muy pronto pueda enmarcarlo y colgarlo de una pared. De una pared importante. Eso es lo que somos, inconformistas y soñadores. Creo, no obstante, que todos añoraremos la rotativa si algún día, confío en que muy lejano, desaparece. Por eso ahora deberíamos alimentarla mejor.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)