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Durante el curso académico 2015-2016 participé en un programa de investigación curatorial en una universidad sueca, la Konstfack University of Arts, Crafts and Design. Al finalizar mi investigación, recibí un correo electrónico del departamento administrativo en el que se me pedía que evaluara el programa. El cuestionario era extenso e incluía preguntas y consideraciones varias, la mayoría iguales o muy parecidas a las de otros formularios de evaluación que he recibido a lo largo de mi trayectoria académica y profesional. Con una sonada excepción, una pregunta que nunca hasta el momento nadie me había pedido que respondiera. Tal pregunta excepcional empezaba con una declaración solemne: “La Universidad de Konstfack trabaja activamente para implementar la igualdad de género a todos los niveles”, y proseguía en forma de interrogación, preguntándome en qué medida la persona responsable del programa había actuado en esta dirección, tanto en lo que concernía a la promoción de una participación paritaria en clase como a la tipología de materiales e iniciativas académicas implementadas.
Recuerdo el momento de la lectura de esta pregunta como un episodio epifánico, de aquellos en los que algo en lo que nunca has reparado se te revela de pronto como esencial e imprescindible. La revelación, en este caso, era que aquella era en efecto una cuestión capital sobre la que cualquier entidad que quisiese evaluar la competencia, efectividad y calidad de un programa educativo debería preguntarse; revelación que dio paso, casi de inmediato, a un sentimiento de pasmo e indignación, tanto con el mundo en general como con mi persona en concreto. ¿Por qué ninguna de las instituciones académicas o profesionales por las que había pasado o de las que había formado parte a lo largo de mi vida me había interrogado sobre esta cuestión? ¿Y por qué a mí no se me había ocurrido que aquello era algo relevante sobre lo que deberían haberme preguntado? Es más, ¿no resultaba paradójico que justamente aquella pregunta se me formulara por primera vez en el seno de una sociedad bastamente paritaria? ¿En uno de los países que año tras año ocupa las primeras posiciones del ranking de estados con una menor brecha de género y que, según la OCDE, es líder en la promoción de la igualdad en el sector público?
Entendí enseguida que no era en absoluto paradójico y que todas estas preguntas contenían en su misma formulación las respuestas que andaba buscando. Es en las sociedades más paritarias donde la cuestión sobre la desigualdad de género no parece ser una preocupación popular, pero sí que es en cambio una preocupación de Estado, un tema transversal a todas las políticas gubernamentales. Es esta preocupación continua y estructural la que conlleva que todas las universidades suecas trabajen “activamente” en la implementación de la igualdad de género, algo que permite que en las aulas esta cuestión no sea percibida como un problema, pero que sí esté presente en todos los cuestionarios de evaluación. Es también esta acción de Estado la que hace que la mayoría de escuelas cuenten con asesores en temas de paridad, y la que ha posibilitado que la lucha contra la discriminación de cualquier tipo sea uno de los ejes del currículum nacional sueco. Son también fruto de este convencimiento político iniciativas como Egalia, una escuela de Estocolmo para el alumnado de 1 a 6 años, en la que se promueve una educación neutral en términos de género a través de múltiples iniciativas, empezando con el lenguaje mismo, en el que se evita conscientemente el uso de los pronombres “él” o “ella”, y siguiendo con los libros y otros materiales de referencia, que han sido cuidadosamente seleccionados para que promuevan representaciones no estereotipadas de los roles de género y de crianza.
Fue otra de las iniciativas de este país lo que me llevó a conocer a Chimamanda Ngozi Adichie. Leí en alguna parte que su libro “We all should be feminists” (que posteriormente supe que era la adaptación de una conferencia TED que la autora había impartido) había sido regalado a todos los estudiantes de 16 años de todos los institutos del país. Supe después que la iniciativa estaba promovida por la Swedish Woman’s Lobby (una organización basada en principios feministas que lucha por la implementación de la plena igualdad de género, tanto en Suecia como internacionalmente), cuya presidenta, Clara Berglund, declaró que esperaba que la lectura de este libro fomentara en los jóvenes suecos un debate sobre igualdad de género y feminismo. Tal medida, que intuyo que de ser aplicada en España sería lamentablemente bastante controvertida, se llevó a cabo en colaboración con diferentes organizaciones, entre ellas la sección nacional sueca de las Naciones Unidas y la editorial Albert Bonniers Förlag, y en general fue aplaudida por el conjunto de la sociedad. Recibió no obstante alguna crítica moderada, como la de la periodista Madelaine Levy, que en su columna comentó que los estudiantes suecos, que han sido educados bajo parámetros feministas, podían encontrar que los contenidos del libro de Ngozi Adichie estaban algo pasados de moda. Bueno, si ésta es la mayor crítica suscitada por una iniciativa que conlleva que todos los adolescentes suecos reciban como regalo un libro feminista escrito por una mujer negra nigeriana, posiblemente podemos afirmar que las políticas de igualdad que Suecia ha venido implementando activamente desde la década de los setenta han tenido una incidencia positiva.
Pero volviendo a Ngozi Adichie, seguramente es pertinente reflexionar sobre si los contenidos de este libro suyo y de su otro ensayo, titulado Querida Ijeawele. Cómo educar en el feminismo, están realmente pasados de moda o si pueden parecerlo. Igual debemos empezar diciendo que Ngozi Adichie es ante todo una autora de ficción, en cuya bibliografía se cuentan tres novelas premiadas, la última de ellas –Americanah– con el prestigioso National Book Critics Circle Award. Ella afirma que, aunque en alguna ocasión ha sospesado la posibilidad de escribir un ensayo sobre ciertas problemáticas sociales (como por ejemplo los enfrentamientos raciales en la sociedad estadounidense), prefiere reservar su energía para la ficción, pues aquello que le hace feliz es contar historias. Ngozi Adichie no proviene pues de las filas académicas del feminismo y los estudios de género, y de hecho en ocasiones ha mostrado su desconfianza hacia el sectarismo de estos entornos universitarios, que a su parecer secuestran desde su sesuda jerga una causa que debería ser universal. Sus dos breves ensayos feministas están en efecto muy lejos de la complejidad teórica de autoras de referencia como Judith Butler o J. Jack Halberstam. Han sido escritos con el deseo de ser accesibles al público general, incluso con la voluntad de concienciar a quienes no están en absoluto sensibilizados con la causa feminista.
Algunas mujeres que han leído estos dos libritos de Ngozi Adichie me han comentado que les resulta difícil sentirse apeladas por su discurso debido a que principalmente toma como punto de partida el contexto nigeriano, en el que existe una desigualdad estructural que consideran que en nuestra sociedad ha sido ya superada. Estoy de acuerdo con el hecho de que algunas de las situaciones que describe pueden parecernos ajenas, como cuando explica que en la cultura igbo las decisiones importantes concernientes a la familia las toman sólo los hombres, o que en algunos clubs y bares de Lagos no está permitida la entrada de mujeres solas. Es cierto que aquí no hay una tradición cultural explícita que excluya a las mujeres de la toma de decisiones familiares, pero a menudo lo ha hecho el peso del conservadurismo, la mentalidad patriarcal y la falta de autonomía económica de muchas. No conozco ningún club o bar nocturno de mi ciudad en el que las mujeres no puedan entrar solas, pero sé que hay muchas mujeres que no lo harían aunque les apeteciera, y otras tantas que si lo hacen tienen muchas más posibilidades de acabar siendo o sintiéndose intimidadas que si lo hace un hombre. Ngozi Adichie habla también de la necesidad de rechazar la idea de que maternidad y trabajo se excluyen mutuamente, y puede parecernos que esto es algo demasiado obvio, pero las estadísticas sobre el porcentaje de mujeres que reducen su jornada laboral o que dejan su trabajo después de tener hijos parece indicar que no lo es tanto, sobre todo si se comparan con el reducidísimo porcentaje de hombres que lo hacen en su lugar. Explica también que en Nigeria el dinero está asociado a la masculinidad, y que siempre se espera (incluso por parte de las mujeres) que sea el hombre el que pague. Aunque podemos reconocernos lejos de estos planteamientos, he comprobado cómo a menudo en un restaurante la cuenta es entregada por defecto a mi acompañante masculino. Ngozi Adichie explica también que en la sociedad nigeriana se elogia a las chicas vírgenes y no en cambio a los chicos que lo son, y que la expresión del deseo es leída de manera muy distinta según venga de un hombre o de una mujer. Tampoco en nuestra sociedad las actitudes y los comportamientos sexuales son juzgados neutralmente con independencia de que quien los practique sea una chica o un chico. E igual que en la nigeriana, en nuestra sociedad la distinción de roles de género empieza también a definirse en una etapa muy temprana de la infancia, a través de juguetes, ropa y de los estereotipos propagados por la cultura popular. La autora defiende la conveniencia de educar según las capacidades y los intereses en vez de en función del género, y esto es algo que en nuestra sociedad también parece todavía necesario reivindicar.
Alguna otra mujer y también algún hombre me han comentado que las reivindicaciones feministas de Chimamanda Ngozi Adichie son excesivamente obvias, muy evidentes, poco complejas. Creo que se trata más bien de que están formuladas de una manera muy sencilla y entendedora, apelando al más elemental sentido común. Y es que las causas de la desigualdad de género y su perpetuación pueden ser complejas, pero en el fondo lo que el feminismo reivindica es algo esencialmente sencillo. Lo problemático es que tal vez al ser formulado y planteado tan llanamente es fácilmente fagocitable y convertible en mercancía. Algunas frases de Ngozi Adichie han terminado -con su permiso- en la letra de una canción de Beyoncé y en camisetas de Dior, mientras que la autora misma ha sido imagen de uno de los productos de cuidado facial de la gigantesca compañía parafarmacéutica Boots. Ella se defiende argumentando que el feminismo no tiene que ser necesariamente académico y anticapitalista, y que estas incursiones en el terreno de lo popular permiten que ciertas ideas feministas lleguen al público general. ¿Pero no se desactivan sus mensajes y reivindicaciones al ser absorbidas por el mercado? ¿Puede realmente el feminismo no ser anticapitalista y seguir siendo feminismo? ¿Puede el feminismo ser universalista sin ser popular? Los textos de Chimamanda Ngozi Adichie y sus ecos comerciales hacen que me cuestione si es posible conseguir que el feminismo devenga un pensamiento socialmente vertebrador sin que acabe siendo usado comercialmente y, consecuentemente, despolitizado. Y entonces me acuerdo de los suecos, de sus formularios de evaluación, y de su propósito de implementar la igualdad de género “activamente”.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)