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Nuestra escala no nos permite observar la vastedad de la tierra o el universo, ni tampoco elementos ínfimos, microscópicos, si no es con la ayuda de ciertas herramientas. Una de ellas es la propia historia, que tiene la cualidad de afectarnos aunque, como tal, pertenezca a un tiempo al que no podemos volver. El pasado, dicho de otra forma, no es un cúmulo de etapas superadas, sino el suelo desde el que brota el presente.
Digo todo esto porque, a pesar de la enorme distancia que nos separa, los pueblos helénicos determinaron nuestra visión de la enfermedad; cuando hoy leemos acerca de la ansiedad que les producía respirar un mal aire enviado por los dioses -la miasma-, nos resultará imposible desvincular esta idea de quienes, en el año 2020 -y el que continúa-, hemos vivido atormentados por la presencia de un virus que no conoce fronteras.
Para escribir este texto, Joaquín me pidió que tuviera como referencia una de las escenas más bellas, por impactante, que nos ha dejado la pandemia: en ella aparece el Papa Francisco bendiciendo a Roma y al mundo bajo la luz melancólica de un cielo cobalto, lleno de nubes. En la Plaza de San Pedro solo está él con un monseñor, dirigiéndose a un espacio sin vida en el que una lluvia inclemente no deja de caer.
El sentimiento de indefensión que genera esta imagen puede cobrar un gran significado para el creyente, pero también dice muchas cosas para quienes somos ateos, como que hay partículas minúsculas que flotan en el aire que nuestra escala no nos permite ver: un virus que, para cuando este texto se haya publicado, ya se habrá llevado la vida de casi dos millones de personas, colapsando los sistemas de salud y la economía de la gran mayoría de naciones. El clima de inseguridad producido por las consecuencias de esta pandemia es compartido por casi todos. Una parte de la sociedad habrá encontrado amparo en las decisiones políticas y médicas –la vacuna es la piedra filosofal del mundo laico– y, otra parte, además, habrá hallado un consuelo en la idea de que esta tragedia responde a un propósito que se dicta en un mundo que no es este.
Por muy distantes que nos parezcan, los pueblos helénicos irrigaron con su pensamiento el suelo del que surgieron las tres religiones abrahámicas, las monoteístas: la experiencia constante de la injusticia –la misma en la oligarquía ateniense que en la sociedad marcial espartana– dio origen a la creencia de una justicia compensatoria en el cielo. Frente al temor de contagiarse y estar maldito, propio de las clases más bajas (de los ilotas, los esclavos), apareció un equilibrio: el deseo universal de purificación. El miedo a los diseños ocultos de los dioses, a sus caprichos y tiradas de dados, solo pudo soportarse a través de la kátharsis, la purgación no solo mágica, como moral. Por primera vez en Occidente, las ideas de contaminación y pecado se funden en una sola. En adelante no bastará con que las manos estén limpias, el corazón –la fe o la ideología– también debía estarlo.
Pero hubo un pensador jónico, a menudo olvidado, que se enfrentó a estas viejas creencias populares y a la superstición mundana de su tiempo: Jenófanes de Colofón. Fue el primero en ejercer una crítica destructiva a la religión civil de Homero y Hesíodo, el gran panteón mitológico en el que los dioses se parecían, en forma y actitud, demasiado a los mortales. Jenófanes llegó a la conclusión de que si los dioses también se emborrachaban y cometían adulterio –y, además, como nos explican muchos de los mitos, sentían envidia por lo que nosotros hacíamos– no podían ser tratados como tal; no era posible que la actividad humana tuviera un reflejo nocivo sobre la divinidad. Ningún dios serio podía cometer nuestros vicios y errores, dejarse arrastrar por nuestras flaquezas. Así que Jenófanes llegó a la conclusión de que no existía un olimpo, ni fuerzas sobrenaturales movidas por el odio o los celos, ni deidades corruptas o caprichosas. Existía únicamente un dios, y este dios no se parecía en absoluto, ni en forma ni pensamiento, a nosotros.
Es un punto de inflexión tan importante como para señalar que de su filosofía saldrían dos corrientes antagónicas que dividirían la larga marcha del pensamiento: el materialismo (para burlarse de las creencias populares dijo que si el buey pudiera pintar, su dios se parecería a un buey) y la metafísica más abstracta, el platonismo y el aristotelismo, que son a su vez el núcleo de la frialdad de Yahveh y Alá, imperceptibles e inescrutables.
Sin embargo, el catolicismo mantuvo en Cristo la función perdida de la mitología, la parte visible de un dios que, porque era de carne y hueso, era capaz de disfrutar y sufrir y, por tanto, era más cercano y comprensible para los mortales. Lo curioso es que uno de los grandes pensadores de la Iglesia, Santo Tomás de Aquino, diera una advertencia tan desgarradora hace ochocientos años, una que los propios creyentes suelen pasar por alto: “Toda pasión se da en un ser contingente, pero Dios está totalmente libre de potencia, pues es acto puro. Por tanto es solo agente, y de ninguna manera puede tener lugar en él pasión alguna”.
En esa escena de la Plaza de San Pedro hay un elemento que contemplamos por igual creyentes y ateos: un aire tormentoso en el que flota una fuerza despiadada e indiferente al sufrimiento.
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Bibliografía
Ángel Álvarez Gómez, La Suma contra los gentiles de Tomás de Aquino, Alianza Editorial, 1998
Alain Besançon, La imagen prohibida, Siruela, 2003
Carlos Carrasco Mez, La tradición en la teología de Jenófanes, Byzantion Nea Hellás número 29, 2010, pp. 55-72
E.R. Dodds, Los griegos y lo irracional, Alianza Editorial, 2019
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