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El último número de la revista October ha estado dedicado a reflexionar sobre si el movimiento Occupy Wall Street ha tenido alguna influencia en el mundo del arte. El 17 de septiembre de 2012 se cumplió un año desde el inicio, con la ocupación del Zuccotti Park de Nueva York, de la versión estadounidense de los reclamos globales por un cambio en las relaciones entre los estados y el sistema financiero. October ha querido tantear si este movimiento dejó algún impacto en el arte contemporáneo.
Desde los setenta, October es la publicación académica que vertebra el pensamiento de esa historia del arte que sí ha ido asimilando la teoría crítica europea y norteamericana posmoderna. Para este número, David Joselit y Carrie Lambert-Beatty, profesores en los departamentos de Historia del Arte de Yale y Harvard, lanzan un cuestionario a un grupo de personalidades del ámbito del arte estadounidense vinculadas con el movimiento. La táctica no es nueva, pues October recurre de cuando en cuando al formato cuestionario a fin de tomar la temperatura a debates relevantes en el campo (como, por ejemplo, el que lanzó sobre estudios visuales en 1996, o el que dedicó a pensar cómo definir lo contemporáneo en 2004). En este caso, las preguntas enviadas a los contribuyentes perseguían alcanzar cierto consenso sobre las características, las estéticas y las políticas de OWS. Para ello se les preguntó por el modo en el que la experiencia había afectado su vida personal y su actividad política. De las respuestas obtenidas, además de otros dos ensayos y una conversación, se extraen algunos puntos que, se entiende, los editores presentan como lo reseñable de la relación entre OWS y el arte a día de hoy.
Hay tres puntos comunes a la mayoría de las intervenciones. En primer lugar, casi todos coinciden en señalar cuáles son los antecedentes del movimiento. Parece necesario, por lo tanto, presentarlo no sólo como un fenómeno contemporáneo global, sino también como un hito más en esa narración de la historia del arte moderno y contemporáneo articulada por el recuento de los ejercicios de práctica artística política que en cada década se han dado -como si ésta fuera inseparable del trabajo del artista en el resto de ocasiones. Según explican los contribuyentes al número, Occupy Wall Street es deudor de la primavera árabe, los movimientos de indignados en España y las revueltas de Grecia. Pero también hay quien refuerza su radicalidad en la historia política del continente americano, señalando la importancia de las asambleas de los zapatistas, los cuáqueros y los nativos americanos como referentes formales directos para la organización del movimiento. Con sorpresa, aunque las menciones al mayo del 68 francés sí son frecuentes, falta quien se ocupe de ligar la actividad de artistas y activistas en 2011 con el trabajo de la Art Workers Coallition del 68 estadounidense, colectivo activo precisamente en la ciudad de Nueva York. Referido en el número sólo como marco para la obra Anatomic Exploxion en Wall Street (Kusama, noviembre 1968), un desarrollo más detallado de la repercusión real que éste sindicato de artistas tuvo en las políticas de instituciones como el MoMA podría haber servido en este caso para establecer un baremo con el que contrastar, quizá, la huella que OWS pueda en efecto haber dejado en el sistema «arte-global». En este sentido, tampoco hay alusión alguna en el número a la experiencia occupy en la última Bienal de Berlín (ver la entrevista que Saioa Olmo hizo a Artur Zmijewski en el número 99 de esta revista), un intento por activar las energías del movimiento dentro de una institución artística, cuya efectividad quedó en entredicho y ha recibido críticas de todos los colores desde verano.
El segundo de los puntos comunes a casi todos los textos es la tendencia a dar la palabra al otro. Un gesto que en pocos casos contribuye a hacer más denso el debate que persigue crear este número de la revista. Un tercio de aquellos a los que se envió el cuestionario hacen de proxy entre October, la gran institución, y los que en principio no son interpelados por ella -estudiantes y artistas. Otros citan los versos de poetas ya erigidos como estandartes de la lucha por la libertad en revoluciones pasadas. Pese a que esta apuesta por dar representación a voces diferentes puede suponer un tímido acto de activismo dentro de la institución, lo que consigue es limitar muchos de los testimonios a narraciones sobre el día a día de un artista activista en OWS -lo que puede ser interesante, sí, pero acaba dando forma a un repertorio casi documental de modos de vivir el activismo que no propone respuestas a la intención inicial del número: entender cómo una experiencia política de este tipo repercute en el discurso de la academia del arte. Si la revista quería de verdad explorar este problema, por lo pronto ha fallado en la metodología. Quizá sólo buscaba nombrarlo.
Sin embargo, hay varios puntos fuertes en el número. El tercero de los elementos que se repiten en muchas de las contribuciones es la pregunta por el poder del movimiento para configurar nuevos paradigmas estéticos. J. Mansoon, D. Marcus y D. Spaulding, desde la academia, identifican en OWS la reactivación del problema de la autonomía en el debate estético. Rechazan tanto la noción de autonomía como autogestión económica, como la lectura de ésta en términos adornianos. Frente a éstas reclaman, como alternativa, una autonomía sostenida en la práctica del presente, donde las relaciones entre los cuerpos y las cosas estén sujetas a permanente negociación. En conclusión, una autonomía como ejercicio y no como futurible pos-revolucionario. En esta línea, Rosalyn Deutsche rescata la definición de arte público de Vito Acconci, “el construir o romper un espacio público”, y recuerda la necesidad de no olvidarnos que la ciudad es el producto de la violencia presente en todo cohabitar con el otro. El espacio público no es el marco en el que vivimos, sino un medio ambiente que es el choque de la diversidad de las prácticas de cada uno de nosotros -lo que suena discordante con cierta sobrevaloración del consenso dentro del movimiento. El grupo de trabajo Alternative Economies, parte de la sección de arte y trabajo de Occupy Wall Street, pregunta a los lectores del número por los mecanismos que permitirían ampliar el alcance del trabajo individual del artista a redes más amplias, donde éste no funcionara sólo como nexo con el público sino que pudiera en cambio asumir una utilidad nueva dentro de la comunidad. De cambiar las funciones del producto artístico, se preguntan en la mesa redonda The Social Artwork, ¿en qué dirección se transformarían las profesiones de artista, comisario, crítico, etc? Si la tendencia fuera la de mutar hacia el activismo, ¿seguiría teniendo sentido siquiera hablar de disciplinariedad?
En conclusión, ninguna de las contribuciones que aparecen en este número aporta algo realmente innovador. La estética está mutando, pero no es por los aportes que el activismo de OWS haya podido hacer hasta ahora. El regusto que deja el número es agridulce, descompensado entre brotes con chicha que ojalá sean desarrollados en volúmenes posteriores, y aportes celebratorios de la pluralidad de perfiles que integran OWS, pero que calcan actitudes hacia la pareja arte-política más propias de las lecturas de Marcuse que la disciplina hizo en los sesenta. La emancipación del arte de lo que el movimiento identifica como una participación de este en el capitalismo financiero no viene ya por experiencias como las que aquí se analizan. ¿Por qué dedica entonces October un número a tantear si hay respuestas a esta pregunta? En el manifiesto fundacional de la revista, en 1976, Rosalind Krauss y Annette Michelson declararon como objetivo de la publicación iniciar una serie de reexaminaciones de acontecimientos históricos y analizar el rol de las diversas artes en un contexto social marcado por esos conflictos. Quiero creer que, como Maurice Blanchot dijo sobre 1968, este número “es un simple acto de habla hecho en un momento en el que se necesitaba que fuera hecho”. ¿Cree October que OWS pueda llegar a tener un efecto real en el arte? No sabemos si este último número ha sido un gesto que responde en afirmativo a esta pregunta o si ha sido, al contrario, un gesto de responsabilidad con el contexto. Lo que está claro es que el número de otoño de 2012 October ha sido fiel a su línea editorial.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)