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La cultura es política, es algo irrebatible. No puede ser vista fuera del poder del discurso: la neutralidad no existe, y cuando se reivindica, sólo significa el cumplimiento del poder o la obediencia silenciosa al mismo. Al mismo tiempo, la identidad cultural es altamente contextual, diversa e incluso contradictoria. Pero estos contextos están homogeneizados bajo la égida del Estado. A través del pasaporte, el Estado que ostenta soberanía sobre la ubicación del lugar de nacimiento se convierte en el marcador fundamental de la identidad propia en un acuerdo aparentemente tácito en todo el mundo. Pero todos sabemos que los contextos en los que emerge la identidad son numerosos, interseccionales y contradictorios. La percepción normalizada de pertenencia basada en el documento de viaje otorgado por el Estado al sujeto de su poder es un concepto relativamente joven, originado aproximadamente a finales del siglo XIX y exacerbado por las consecuencias políticas de las secuelas de la Primera Guerra Mundial.
La guerra tiende generalmente a reducir las cosas a simplificaciones agonistas: amigo/enemigo, vida/muerte, nuestros/sus. En la mayoría de los casos, se trata de una cuestión de supervivencia —no hay tiempo para sutilezas—. Las categorías se convierten en rígidas, y todo lo híbrido se convierte en sospechoso y potencialmente peligroso.
Tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial en septiembre de 1939, Max Ernst, de nacionalidad alemana, fue internado como «extranjero indeseable» en el Camp des Milles, cerca de Aix-en-Provence, en Francia. Con la intervención de Paul Éluard, Varian Fry y otros partidarios, Ernst fue liberado unas semanas después. Sin embargo, durante la ocupación alemana de Francia, fue apresado de nuevo por la Gestapo, esta vez como simpatizante indeseable del enemigo. Afortunado de contar con la ayuda de Peggy Guggenheim, Ernst escapó y se refugió en Estados Unidos.
La historia de Walter Benjamin carece de un final feliz. El 25 de septiembre de 1940, atravesó la frontera franco-española huyendo del avance de los nazis, que le habrían enviado a un campo de concentración para ser exterminado. Tras atravesar la frontera fue arrestado por las autoridades españolas para ser deportado de vuelta a la Francia ocupada para los nazis a pesar de tener documentos de viaje válidos para Estados Unidos. Sintiéndose atrapado en el rincón mortal, el filósofo se quitó la vida ingiriendo una sobredosis de pastillas de morfina. Al resto del grupo de viaje, quizás porque el suicidio de Benjamin conmocionó a la policía española, se les permitió el paso a Portugal para seguir viajando y finalmente escaparon a Estados Unidos.
El 19 de febrero de 1942, el presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt firmó la Orden Ejecutiva 9066, ordenando que todos los japoneses americanos fueran trasladados a los campos de internamiento controlados por el gobierno por miedo a su «deslealtad» en caso de la invasión terrestre japonesa de Estados Unidos. Miles de familias recibieron un aviso de una semana por abandonar sus hogares sólo con las posesiones que podían llevar a mano. Décadas más tarde, el gobierno estadounidense se disculparía por su respuesta al ataque del Imperio Japonés a Pearl Harbor y pagaría una compensación a las víctimas supervivientes de la política.
Estas historias son numerosas y su geografía global. La historia demuestra que una reacción emocional a los peligros inminentes de una entidad abstracta, como otro estado-nación, provoca la búsqueda de un culpable figurativo. De hecho, ninguna de las entidades políticas puede pretender encapsular la totalidad de la cultura a partir de la pluralidad real dentro de cualquier sociedad. Redondear la cultura en declaraciones monolíticas y generalizadoras comporta el riesgo de una sobre simplificación violenta. En The Order of Things, Michel Foucault sugirió la categorización del mundo por epistemas, como los sistemas legítimos de conocimiento sobre la verdad y el discurso de la sociedad en un período determinado. Definió la era moderna como tema del libro, pero yo diría que la piedra angular de la percepción discursiva desde el siglo XIX habría sido definida por los acontecimientos de octubre de 1648 en las ciudades de Osnabrück y Münster en Westfalia. La Paz de Westfalia supuso la primera piedra de la categoría definitoria de la cultura: un Estado-nación. Desde entonces, la idea de «cultura nacional» ha ido pisando poco a poco los talones de las soberanías imperiales y reales. El genio había salido de la botella, materializando las fronteras imaginarias y creando la idea de un sujeto «normal», definido por características categóricas específicas, desde el tipo de lengua y dialecto hablados hasta el color de la piel.
Desde el inicio de la invasión a gran escala de Ucrania en febrero de 2022, las autoridades rusas han intensificado la apropiación y militarización del patrimonio cultural de forma chovinista. Por ejemplo, la figura de Alexander Pushkin, poeta y escritor ruso multirracial cuya obra se considera decisiva para dar forma a la lengua literaria rusa moderna, se utiliza en las pancartas y murales que cubren los nuevos edificios de la Mariupol ocupada. Allí, las fuerzas invasoras rusas destruyeron o dañaron más del noventa por ciento de los edificios, asesinaron a miles de personas y desplazaron a cientos de miles. En este contexto, el Estado ruso presenta a Pushkin como un faro de la «alta cultura» del imperio, cuya «pureza» está destinada a purgar la cultura ucraniana «secundaria» y separatista de los territorios ocupados. A cambio, los defensores ucranianos se refieren a menudo a las tropas del ejército ruso como «pushkinistas».
La semántica de las palabras, incluso de los nombres de figuras históricas, es un parámetro dinámico. La transformación del contexto político y del discurso cultural puede dar vuelta al significado de palabras y símbolos. La esvástica, un símbolo que ha representado la espiritualidad y la divinidad en las antiguas culturas euroasiáticas, americanas y africanas durante milenios, se convirtió en la marca internacionalmente reconocida del fascismo nazi tras su despliegue en la simbología del partido en el siglo XX. Ahora Pushkin, Tolstoi y Dostoievski, el ballet e incluso los legados vanguardistas son arrastrados por el Estado ruso al horrendo pozo de la justificación del belicismo contemporáneo. Junto a esto, los practicantes culturales de hoy que se oponen al Estado siguen enfrentándose a una «doble cancelación», igual que Max Ernst hace más de ochenta años.
Dicen que no se puede elegir dónde se ha nacido, pero se puede decidir dónde ir a partir de aquí. Es importante recordar que el estado, como constructo mental, no debe materializarse en el imaginario. Pese a lo que la propaganda y los líderes políticos quieran hacer creer a sus súbditos, los estados no son más que formas transitorias de abstracción burocrática, un conjunto de símbolos en forma de simulación. Hasta que nuestros sistemas educativos y nuestra cultura popular no dejen de contribuir activa y pasivamente a la “materialización” y a la romantización de entidades políticas imaginarias, todo lo “nacional” seguirá siendo una bomba de relojería preparada para explotar en un momento de necesidad política. En el artículo publicado el 15 de febrero de 2024 The Growing Peril of National Conservatism, el equipo editorial de The Economist escribió: “En lugar de ceder el poder de los mitos y símbolos nacionales a los oportunistas políticos, los liberales tienen que superar su vergüenza por el patriotismo, el amor natural del propio país.” Aquí discreparía irrespetuosamente, ya que la formulación y el uso de la frase “amor natural” son cuanto poco alarmantes, principalmente por aparecer en una publicación como ésta en nuestro tiempo.
¿Podemos reclamar la cultura que el Estado percibe como propia? ¿Alguien puede reclamar la soberanía sobre la cultura? ¿Cuál es la distancia entre la responsabilidad personal y colectiva por las acciones del Estado y cómo crea el contexto cultural las condiciones en las que estas acciones se hacen posibles?
¿Estado igual a cultura? En este artículo de opinión que contextualiza la situación actual en perspectiva comparada, se han presentado una serie de conversaciones con artistas y educadores de arte, la directora de una institución y una galerista que se encuentran en el contexto de una desorientación adormecedora y que dilucidan los caminos a seguir.
[Foto de portada: Ed Ram/The Guardian, disponible en https://www.theguardian.com/world/2023/may/05/monuments-to-russia-national-poet-pushkin-under-threat-in-ukraine]
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