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Hace unas semanas, el artista estadounidense Brad Troemel discutía en sus stories de Instagram la utilidad de entrar en un MFA Program. Era frecuente, decía, que, tras acabar una licenciatura, los artistas encontraran dificultades para seguir investigando y produciendo con regularidad. Esto podía hacer plantearse a muchos de ellos invertir grandes cantidades de dinero en hacer un master en una escuela prestigiosa, asumiendo una deuda que podía ser para toda su vida. Troemel disuadía a suaudiencia afirmando que, en el mundo del arte, el lugar en el que has estudiado no importa mucho. Ninguna galería, decía, se regía por la lista de postgraduados de ningún programa educativo. Los animaba a que utilizaran ese dinero para alquilarse un estudio, juntarse con otras personas en grupos de lectura, que contactaran con artistas que les interesaran, que difundieran su trabajo en Instagram, etcétera.
Es cierto que las tecnologías digitales son herramientas útiles para hacernos visibles y que ningún programa vale lo que cuesta. El consejo de Troemel parecería razonable. Pero no olvidemos que se dirige a jóvenes que viven en lugares muy concretos. Los artistas a los que Troemel se dirige, pienso, pueden afrontar diversos problemas. Su mundo del arte –mucho más que el nuestro– está asentado sobre un sistema profundamente neoliberal, lo cuál, cada vez más, dificulta de acceso a oportunidades a aquellos con escasos recursos económicos, aumentando la precariedad y la competitividad entre ellos. Sin embargo, pertenecen a aquellas ciudades o países que cuentan con la legitimidad académica, el mercado, los medios de comunicación y las instituciones que, trabajando en conjunto, establecerán qué arte será internacional –el producido fuera y dentro de sus fronteras.
Traslado su consejo a nuestro contexto; una periferia del arte. Es inevitable ver, en las listas de artistas de muchas galerías, ciertos parecidos en las líneas de currículum, incluso en la idea de arte que proyectan en sus statements, promovido por estos programas en el exterior. Pero, ¿cuántos agentes artísticos visitamos los estudios de los alumnos de Bellas Artes de nuestras universidades? Una de las cosas que más me sorprendían cuando hice mi Erasmus en Londres era que las galerías más importantes atendían las exposiciones de final de carrera o máster de estas universidades y, de vez en cuando, ofrecían una muestra a algún recién graduado, o incluso compraban su obra. Más allá del carácter especulativo que pudieran tener estas acciones, y de las expectativas que generan, pudiendo repercutir negativamente en artistas aún muy jóvenes, sí eran síntoma de un interés por lo nuevo que se estaba generando en sus universidades; un cuidado por lo cercano y una buena administración de los recursos. En cambio, a los artistas de la periferia se nos plantea la necesidad de emigrar, dando una vuelta tremenda, para acabar siendo representados por una galería local, tras haber sido previamente validados por instituciones de fuera. Es un comportamiento esquizofrénico, un gasto inmenso de energía y recursos y denota una falta de confianza en nuestro propio criterio.
Es ingenuo pensar que la globalización del mundo del arte nos dota a todos de las mismas oportunidades. Aunque hay avances, el panorama no es tan diferente del que nos describía Gerardo Mosquera en los años noventa, aunque cabría establecer una importante diferencia entre sur y norte, también en Europa: “(…) Prevalece un sistema muy centralizado en grandes circuitos de museos, galerías, publicaciones, coleccionistas, mercados, etc. que ejerce el poder legitimador a escala internacional desde criterios eurocéntricos y aún Manhattan-céntricos. Estos circuitos centrales tienen el dinero y lo invierten en la construcción de “valor universal” desde sus puntos de vista y los del mercado[1].” (p. 72)La estructura que compone el tejido artístico de los hotspots –galerías, instituciones, escuelas, residencias, medios– y el carburante que la hace funcionar –coleccionistas, subvenciones estatales, etcétera– es un circuito más o menos cerrado. Es extraño encontrar exposiciones de artistas de fuera, a menos que hayan estudiado o vivan ahí, o que ya hayan alcanzado el nirvana de la internacionalización. Es también autosuficiente. Las partes –instituciones, mercado, educación y medios de comunicación–, se reflejan y apoyan las unas a las otras. Un esfuerzo conjunto de estas características ya sucedió en los años noventa en México, y los resultados nos son bien conocidos[2].
Sabemos que ganar importantes premios y exponer en espacios de prestigio a nivel local o nacional no nos asegura ir encadenando oportunidades que construyan una carrera artística saludable sin el imperativo de salir fuera. A pesar de contar con una amplia red de instituciones y galerías, hay un momento en que las oportunidades a nivel local de nuestro contacto tocan un límite. Parece lógico plantearse invertir tiempo y dinero en hacer un MFA; incluso reprogramarte desde cero empezando la carrera y tu obra de nuevo en uno de esos lugares. O se es internacional o no se podrá ser, parece. Cuando uno sale fuera, esas líneas en el currículum –¡sólo nosotros sabemos lo que cuesta escribirlas!– adelgazan. Las equiparamos a alguna muestra en un espacio no demasiado serio en el que una vez expusimos en Berlín, para que el interlocutor foráneo lea al menos algo reconocible.Siempre le estaré agradecida a mi galerista de entonces quien, viendo que vivía en una estación de bomberos londinense reconvertida, en condiciones insalubres, pagando el alquiler como camarera de catering, me hizo reparar en que, quizás, ese esfuerzo podía canalizarlo de otra manera si regresaba a casa. Los primeros en restar valor a las cosas que tenemos, al mundo del arte que tenemos y del que participamos, somos nosotros. “Sólo compro puros gringos”, me decía un coleccionista español que conocí en México. Gran administrador de su dinero, lo apostaba a aquellos artistas que, sabía, contaban con una estructura sólida e infalible detrás, que les aseguraría una continuidad en su práctica y aumentaría el valor de su obra.
En una reciente charla y discusión en el EKKM de Tallin titulada Art Off the Air. Air consumes too much from our bodies, entre Kim Modig y Marina Valle Noronha, dirigían su charla a “precarious art professionals in `off-site´ cities”. Cuestionaban el por qué de la necesidad u obligación de viajar tanto para intentar pertenecer al sistema del arte: “It´s time to move on from being either in or out. We should not be defined based on what goes down in some global hotspots, and wether we were there. Mobility is a privilege forced on everyone. Are you tired? We are. Every exhibition feels too big, and every trip unnecessary except the ones you make for love.We want to stay in, not check out. We want the kind of art world any body can handle.” Cabe preguntarnos si, en lugar de tener un espejo permanentemente enfocado en lo que sucede afuera, pudiéramos liberarnos por un tiempo del imperativo de tener que participar de sus debates, exponer en sus espacios y salir en sus revistas. Podríamos invertir parte de esos recursos y energía en fortalecer lo que ya tenemos y construir desde ahí. Working without the pressure of success, como decían las Guerrilla Girls. No hablo de marcas identitarias –por otro lado, todavía muy presentes en los grandes eventos artísticos y discursos curatoriales, que catalogan la producción artística como si fueran las olimpiadas– sino de entenderlos como nuestros, activarlos desde nuestras subjetividades, cuidarnos más y trabajar en conjunto; “(…)hacer el arte contemporáneo también desde nuestros valores, sensibilidades e intereses.”[3]. Quizás nuestro mayor problema no sea el de la internacionalización, sino en lo que causa la necesidad de buscarla en primer lugar. No podemos generar interés afuera si nosotros no valoramos, en primer lugar lo que sucede en nuestro entorno inmediato; de lo contrario, corremos el riesgo de ser un mero reflejo low cost del afuera.
[1] Mosquera, G. (1994): Algunos problemas del comisariado transcultural. En Caminar con el diablo. Textos sobre arte, internacionalismo y culturas (p. 72). Madrid: EXIT.
[2] El historiador colombiano Daniel Montero explica el fenómeno del caso mexicano en su libro El cubo de Rubick, arte mexicano en los años 90 editado por La colección académica.
[3] Mosquera, G. (1992): El síndrome de Marco Polo. En Caminar con el diablo. Textos sobre arte, internacionalismo y culturas(p. 19). Madrid: EXIT.
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