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Tenía siete años cuando Rafaelito, como le llamaban sus primas de Gran Canaria, se embarcaba en un barco de pasajeros, que desde las islas, cruzaba el Estrecho y subía por la costa mediterránea hasta Barcelona. Era el año 1942 y el mundo -o gran parte- estaba en guerra. Aquellos aviones que habían colaborado en la destrucción de la república, ahora estaban bombardeando el Peñón. Otro conflicto, las mismas estrategias, más muertos y destrucción. Como si de un palco se tratara, los pasajeros del Ciudad de Sevilla, fueron espectadores. Durante cuatro largas horas. Una vez finalizado el ataque, continuaron el viaje hasta la capital catalana. Donde los Griera pasaron una primera noche, el día siguiente y una última noche. Por la mañana, cogieron un tren que los llevó hasta Girona, y desde allá, un segundo, el de Olot hasta Olot, aquel que Alexandre Cuéllar, en una pequeña biografía del pintor Rafael Griera, define como el tren que salía cuando quería y llegaba cuando podía. Aquel cuarto día de viaje, por la noche, festividad de Sant Jaume, el barrio donde vivirían estaba engalanado y de celebración. Rafaelito nunca lo olvidaría. Habían dejado el rojo insular a la sombra del Teide para ir al único emplazamiento volcánico de la península.
Nacido el 28 de octubre del 1934 en la ciudad de Las Palmas, y de madre Extremeña, la Celina, hija de un funcionario de prisiones enviado por el gobierno de Madrid a dirigir la prisión del Hierro; e hijo de un olotense que huyendo de la guerra, había montado una sucursal de la empresa de transportes El Rayo (El rayo soy donde me llaman voy, decía la publicidad) en las islas.
En la prisión que dirigía el abuelo Orencio, Rafaelito acompañado de su madre Celina vivió los primeros años de su vida. Ellos tres y un único prisionero con quien Papa Orencio jugaba al ajedrez, talmente como si se tratara de una novela de García Márquez. O de este modo lo explicaba el pintor cuando tenía ocasión. Hasta que Joan, su padre, decidió volver, y retomar la actividad de la fábrica de imaginería religiosa heredada, y ubicada en el sótano de su casa, en la calle Fontanella de la ciudad de Olot.
Rafael fue un mal pero feliz estudiante, y cuando tuvo la edad, entró de aprendiz en la sección de policromía del taller. Le gustaba pintar y tenía mano. Los sábados practicaba el pleinairismo con una pandilla de amigos. A menudo se encontraban con Joan de Cabirol i Sendrós. Un señor mucho mayor que ellos, que había llegado de Barcelona por exigencia familiar. Siempre según Rafael, parece ser que las excentricidades del hijo mayor, habían puesto en peligro el buen nombre de una familia prototípica de la burguesía barcelonesa con palco en el Liceo. El miedo al escándalo, supuso el exilio en la capital de la Garrotxa.
El recién llegado se integró rápidamente. Sin censura familiar y con una renta generosa, pudo desarrollar todo su potencial creativo, primero como pintor, después como cantante y cuando hizo falta, productor de «music-hall» en el Teatro Principal. Leche y Chocolate supuso para los afortunados asistentes una fiesta inolvidable. Un espectáculo cómico y musical de alto voltaje especialmente durante la actuación de Las Bombon Café, un par de exuberantes cubanas, que vestidas para la ocasión, exaltaban al personal con su repertorio picante.
Paradójicamente, de Joan de Cabirol i Sendrós no se encuentra demasiada documentación escrita. La referencia más extensa es la recogida por Josep Maria Canals en su Diccionario Biográfico, con una ficha encabezada por el hashtag «Artista: dibujante y pintor, cantante y filántropo». Si preguntamos en el Archivo Comarcal, la única información recibida hace referencia al Institut Montsacopa y en la avenida bautizada con su nombre. El año 1967, un año antes de morir en un accidente de tráfico, dio a la ciudad que lo había acogido, unos terrenos que sirvieron para construir el nuevo instituto de la ciudad en la falda de la montaña en forma de copa, el volcán más joven de la ciudad. Como homenaje al benefactor, el Ayuntamiento puso su nombre a la calle por la que se accede.
Rafael Griera, compartió con Cabirol jornadas de pleinairismo, tertulia intelectual en las reuniones del colectivo «Crater de arte» autodenominado «Círculo de artistas en eterna discusión», y diversión nocturna, mucha diversión nocturna. Años más tarde, ya muerto Cabirol, era rara la ocasión que con motivo de una charla relajada Rafael Griera no recordara al excéntrico pintor amateur y su obsesiva necesidad para reproducir con matemática fidelidad los humedales de la Moixina; lugar emblemático para los pintores de la denominada Escuela de Paisajismo de Olot, inmortalizada a la vez que idealizada en el cuadro El verano de Joaquim Vayreda. Lo que fascinaba a Griera no era tanto su lentitud como la perseverancia para reproducir cada detalle de una naturaleza en constante cambio. Una combinación que le imposibilitaba dar por acabados aquellos cuadros que empezaba.
Rafael construyó un personaje maravilloso del que me quise apropiar. En cierto modo, esta apropiación, se convertía en un homenaje múltiple, al personaje y a su creador, pero también al territorio, a la pintura y al paisaje -como diría mi madre «No es bastardo quién retira a los suyos»-, desde una perspectiva irónica, pero, evitando toda deriva nostálgica.
A principios de abril del 2013 planté el destartalado caballete portátil de Rafael en una pequeña elevación que sirve de grada, justo sobre la curva final de la pista de atletismo que el despacho de arquitectura RCR diseñaron y construyeron en un pequeño claro de una robleda, entre el río Fluvià y la antigua vía del Carrilet, aquel que salía cuando quería y llegaba cuando podía. El Estadio de Atletismo Tossols-Basil fue el lugar escogido para activar una práctica performativa que consistiría en pintar de manera reiterada, el mismo paisaje sobre el mismo soporte. Una acción absurda desde una perspectiva tanto productiva como funcional, no tanto por las herramientas utilizadas: pintura al óleo sobre lienzo de algodón, como por el objetivo: reproducir la naturaleza cambiante de un lugar que a mi parecer representa el paradigma del paisaje del siglo XXI.
Cuando me planteé el proyecto, el calendario estaba muy claro, siguiendo una pauta «vivaldiana», establecería una sesión pleinairista por estación. No solo me seducía la imagen de estar pintando en la pista mientras nevaba, esta fotografía romántica, de pesebre viviente, peligrosamente cursi, acentuaría el carácter absurdo de la acción. La aversión por el frío y la pereza a dejar la manta constataron una realidad inapelable, soy un pleinairista estival, de manga corta. Con un pincel en la mano y un refresco en la otra. Al fin y al cabo, nada diferente de lo que haría Joan de Cabirol, o la versión que Rafael Griera le gustaba explicar.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)