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En su Velázquez, Ortega escribe: «la pintura es una cosa que ciertos hombres se ocupan en hacer mientras otros se ocupan en mirarla, copiarla, criticarla o encomiarla, teorizar sobre ella, venderla, comprarla […]. Según esto, la pintura consiste en un vasto repertorio de acciones humanas. Fuera de estas […] no es nada, pues solo es el material que da ocasión a aquellas acciones. Propiamente hablando, la pintura existe en las acciones que esos materiales terminan, o bien en aquellas […] que allí empiezan. […] La pintura no surge espontáneamente en los muros, como la gotera o el liquen, ni florece de pronto en los lienzos como un sarpullido. La pintura no es, pues, un modo de ser de las paredes ni un modo de ser de las telas, sino un modo de ser hombre que los hombres, a veces, ejercitan».
Movido por las ganas de jarana (por muy profiláctica que esta sea), fui hasta Valladolid para ver «Pintura. Renovación permanente». La exposición ocupa dos plantas del Museo Patio Herreriano y está comisariada por Mariano Navarro. La tesis de la muestra es como sigue: ha habido dos momentos capitales en la pintura española de los últimos años, aquello que sucedió en los setenta y aquello que ocurrió en los dos mil. Partiendo de esta premisa tan rotunda y cuestionable, Navarro articula su exposición (y es de suponer que la pintura española) mediante una taxonomía singular: pintura expandida, desmaterializada («que más que verse, se piensa»), en el taller, fluida, figuración narrativa y figuración a-representativa («no tienen la necesidad de “contar” nada»). Asumo que un encargo de esta naturaleza supone un reto curatorial titánico, pero la compartimentación por categorías (como si estuviésemos, salvando las distancias, en un salón decimonónico) tiene, a mi juicio, dos errores capitales. De una parte, no responde al modo en que esas obras se producen. Afortunadamente, en nuestro tiempo los artistas no militan en una escuela o en una práctica, de modo imponerles adscripciones artificiales y forzar relaciones en base a ellas parece una estrategia equivocada. De otra, al visitante se le ofrece un recorrido más bien ortopédico. Sospecho que la rotundidad del planteamiento inicial, que no hemos visto en otras exposiciones que el mismo museo ha dedicado a una disciplina, como la escultórica «Una dimensión ulterior», lastra toda la exposición.
Como siempre sucede en este tipo de propuestas, la nómina de artistas da para el cuchicheo. A nadie le parece que están todos los que son ni que son todos los que están. No voy a entrar en este asunto, porque justificar mis opiniones me costaría más líneas de las que dispongo y correría el riesgo de acabar relatándoles la exposición que yo habría hecho, y eso es un vicio detestable. Me sorprende, sin embargo, la grosera sobrerrepresentación de algunos artistas, particularmente porque no se justifica en ningún momento. Más, cuando la exposición está atiborrada de obra, hasta el punto en que, a veces, se estorban entre ellas o conviven malamente. Este es, quizás, el otro problema de esta exposición. Si bien nos ofrece un meritorio, aunque fallido, intento de pensar en la pintura española de las últimas décadas, así como una feliz reunión obras excelentes de artistas de varias generaciones, la torpeza con que están instaladas desluce enormemente el resultado.
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Si Sísifo se dedicase a las artes, su condena sería reivindicar la pintura. No sé cuántos entierros y resurrecciones llevamos, cuántas portadas de suplementos culturales publicitando la nueva hornada de pintores que viene, por fin, a revivificar esta práctica moribunda y carpetovetónica. Si miramos por el retrovisor, no parece que las amenazas fuesen para tanto: los muertos que vos matáis gozan de buena salud. Contra la solemnidad que rezuman muchos de los (continuos) desagravios a esta disciplina, prefiero esa consideración orteguiana con la que arrancaba el texto: la pintura es el detonante y a la vez el resultado de múltiples acciones humanas que tienen, como eje de coordenadas, el objeto pictórico. Esta acepción más plástica (es decir, más fluida y maleable) nos brinda opciones menos categóricas y definitivas; y, a mi juicio, más provechosas.
Coincidiendo en el tiempo con la exposición del Herreriano y de modo mucho más modesto, dos artistas y dos comisarios (Adrián Navarro, Vicky Uslé, Jordi Rigol y Luisa Fraile) han lanzado el proyecto Atlas, «un espacio para la reflexión, el debate y el encuentro en torno a la pintura española», materializado en algo que cuesta distinguir de una galería efímera o de un stand de feria. Cuadros, en su mayoría de artistas excelentes, puestos contra la pared sin ninguna gracia y sin más discurso que ese de la «cartografía las distintas miradas y afinidades». Ah, y la obra, a la venta. La propuesta tiene un espíritu combativo que no logro entender. En declaraciones a la presa y en la hoja de sala de «Entornos y reflexiones» (el capítulo uno, se esperan más), los promotores aluden a la supuesta marginación de la pintura en el contexto expositivo actual y a la amenaza del consumo digital del arte en detrimento de la experiencia directa. Sobre lo primero, en los últimos meses he visto, solo en Madrid, las exposiciones de Jorge Diezma, José Díaz, Gloria Martín, Jorge Galindo o André Butzer (citando las primeras que se me vienen a la memoria). Sobre lo segundo, Instagram lleva una temporadita entre nosotros como para espantarnos ahora. Que nada suple el encuentro cara a cara con la obra es una evidencia que no hace falta defender (y que, en la medida de nuestras posibilidades, deberíamos procurar no romantizar hasta hacerlo detestable).
Conozco a pintores con más afinidad con escultores, músicos o escritores que con otros pintores. Por eso, este afán de enfrascar y preservar el reservorio de las esencias pictóricas españolas me parece totalmente desnortado. Catalogaciones academicistas y postulados endebles que se abren por las costuras a poco que se les rasque. No se me ocurre mejor manera de matar a la pintura (si es que eso es posible) que estas defensas que quieren preservarla pura y autónoma, como lo haría un taxidermista: en un tarro de formol.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)