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Spotlight

12 diciembre 2018

Las políticas de las imágenes virtuales

En las últimas décadas, el mundo del arte no ha dejado de exponer sus reservas ante el imparable ascenso de las nuevas tecnologías. Incluso los medios publicitarios, en una nueva operación por llegar al público que está por venir, han tomado los códigos propios de los youtubers para promocionar sus marcas, como ha ocurrido con Pipas G o Tigretón. Estas nuevas dinámicas, entre otras tantas, apuntan a una manera totalmente diferente de sentir y experimentar el mundo. En apenas unos años, los modos de relación han cambiado de una manera tan profunda y rápida, que se ha abierto una brecha generacional enorme, en la que las posturas, dominadas por el desdén y los clichés, podrían no llegar a encontrarse nunca.

Internet es, como la cultura de masas a principios del siglo XX, el nuevo campo de batalla entre una cultura elevada y otra supuestamente más baja e intrascendente, de rápido consumo. Las fronteras no son firmes, y muy posiblemente sean gaseosas, como ya decía el teórico francés Yves Michaud, pero perviven como ficción para quienes elaboran las teorías. Por su parte, el arte contemporáneo, de una u otra forma, ha ido asimilando las nuevas manifestaciones. Términos como net art, espacios como La Casa Encendida, o ferias de videoarte como Loop dialogan en una búsqueda mayor hacia modos críticos de expresión alternativos, como ocurrió en el caso de José Luis Brea.

El ver y las imágenes en el tiempo de internet, publicado dentro de la colección de Estudios Visuales de Akal, consolida la relevancia que tienen las imágenes virtuales en la configuración de nuestra mirada e identidad. Su autor, Juan Martín Prada, quien en su anterior ensayo estudió el desarrollo de las prácticas artísticas dentro del flujo de datos, adopta en esta ocasión una visión muy cercana a la estética clásica. No sin cierta perspectiva apocalíptica, como si la distinción de Umberto Eco de apocalíptico e integrado todavía persistiera, Prada prescinde tanto de contextos y situaciones concretas, a excepción de la fotografía del niño ahogado sirio Alan Kurdi, como de referencias a artistas o investigaciones españolas.

Desde los orígenes de la fotografía, pasando por los selfies, la deriva de Pokemon Go, la censura en las redes sociales, o el filtrado invisible de información al que estamos sometidos, el cerco se va estrechando hasta llegar al último capítulo. En pocas páginas, todas las nociones anteriores se intensifican para mostrar cuáles son las reglas del juego reales y en qué medida, detrás del sinfín de manifestaciones que ocurren en la red, todavía pueden romperse.

El uso de grabaciones archivadas, o de mecanismos que bloquean el reconocimiento facial, apunta hacia procesos que rozan lo artístico. En paralelo, la cámara de los teléfonos móviles permite que sea el propio individuo quien, a modo de espectador que también interactúa, pueda fabricar sus propias noticias, así como denunciar los abusos de poder, aunque este, en nuestro país, lo haya solucionado con extrema eficacia, gracias a la Ley Mordaza. La red, que en su infinitud enmascara sus políticas con la banalidad, no es sino otro engranaje de control y alienación: “la noción del mundo como imagen, de que comprendemos (y sentimos) el mundo como imágenes, nos sitúa en una permanente guerra de documentos visuales”.

Tiene la escritura como principal sustento vital y evoluciona cada día con la crítica cultural a través de artículos, exposiciones, libros, conferencias, textos de catálogo y guiones cinematográficos. Con especial atención a la cultura de masas y a los discursos artificiales e ideológicos, se sitúa a contracorriente de la mediocridad y el conformismo. El resto es disfrutar de los obstáculos que nos presenta este viaje.

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