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«Ni lo moderno es la continuidad del pasado en el presente ni el hoy es el hijo del ayer: son su ruptura, su negación. Lo moderno es autosuficiente: cada vez que aparece, funda su propia tradición.»
Octavio Paz, Los hijos del limo (1974).
¿Quién nos iba a decir que unas hojas de lechuga tendrían la autosuficiencia como para tejer un brassiere y convertirlo en una pieza de diseño? Un diseño que, en un primer momento inmortalizado en una instantánea desenfocada y descolorida por un exceso de flash, es sólo un pedazo de los muchos que configuran la cartografía del «mal gusto». El campo de batalla del shock y el escándalo de nuestra generación es por antonomasia el mundo virtual, un espacio donde se configuran y difunden nuevos paradigmas estéticos. Dentro del cosmos que es Internet, Instagram es un microcosmos de estímulos visuales que conforman la cultura viral. Esta plataforma permite que cada usuaria se convierta en curadora de su archivo personal, y al mismo tiempo funciona como un espacio de producción cultural.
Entrada la segunda década del siglo XXI, nada evoca el mal gusto como la estética de los años 2000, suficientemente lejana como para estar pasada de moda, y demasiado reciente como para ser apreciada de nuevo. La cultura visual de aquellos años todavía es sinónimo de mal gusto, todavía debe ser vista con ironía. Aun así, la cotidianidad inmortalizada en fotos de resolución pésima y la captura de objetos extraños (o simplemente anticuados) nos acaba seduciendo. Son las primeras fotografías digitales provenientes de un tiempo en que Internet significaba posibilidades infinitas y no se veía ninguna nube en el horizonte de nuestro futuro. Abundancia de imágenes anónimas, a menudo absurdas, que circulan por las redes sin ninguna ambición artística ni dominio de la técnica y nos producen, a nosotros que nos hemos nutrido de lo que creemos buen gusto, un cierto rechazo. Es el shock que producen los objetos obsoletos, pasados de moda, feos, pero que al mismo tiempo nos hacen reír y apelan a nuestra nostalgia. Son producciones catalizadoras de reacciones aversivas, escenas que oscilan entre el rechazo y al mismo tiempo el afecto.
Bajo esta etiqueta de kitsch se reconocen dos tipos de usuarias de Instagram: curadoras y productoras. Las primeras se entienden como usuarias que configuran galerías de elementos visuales a partir de imágenes de particulares. Curadoras de pinacotecas de ready-mades virtuales, que identifican el denominador estético común y estos se convierten en arquetipos de la (anti)estética más espontánea de las redes. Bajo las consignas de «Museum of Whatever» o «Only the crème de la crème», los perfiles de @nik_gallo y @uglydesign [Fig. 1] ya anticipan un talante sarcástico y bromista que será absorbido por las usuarias productoras. Son las autoras conscientes de las imágenes-basura, que han nutrido su gusto estético en el kitsch más virtual y una vez descubiertas por los perfiles curadores, pasan a formar parte del circuito artístico de lo cutre. Ambas usuarias comparten unos preceptos estéticos y abordan sus producciones desde la ironía. Por ejemplo, @brnjn_ opta por etiquetar su perfil como página de «alquiler de coches exóticos», aunque no encontramos ningún coche en su perfil, ni voluntad de incluir alguno. Es esta la ironía que establece el contrasentido como piedra angular de un nuevo paradigma.
Fig 1. Panoràmica @nik_gallo y @uglydesign
El proceso de viralización de la (anti)estética del kitsch actualmente, y concretamente en Instagram, se entiende a partir de las imágenes-basura antes mencionadas, las fotografías absurdas, hechas y encontradas casi por accidente en la dimensión virtual. Una viralidad marcada por las dinámicas de capitalización de imágenes, de las que ni la más kitsch de las producciones está fuera de peligro. La voluntad de las usuarias productoras de querer customizar imaginarios pretéritos y formar otros nuevos resultaría uno de los puntos de partida de esta comercialización.
¿Cómo se pasa de una imagen espontánea, anónima y absurda a una tendencia viral y a la inexorable comercialización de estas imágenes, que ahora se convierten en objetos? Para que estas imágenes puedan hacerse virales, antes es necesario que sean rescatadas del vacío infinito que es internet con la intención de desafiar los cánones estéticos. Si Instagram es la red social donde compartir lo mejor de ti misma, ¿qué es más subversivo que colgar las imágenes más kitsch y desagradables posibles? Esta es la labor de las usuarias curadoras. Así, poco a poco, se constituye una vanguardia virtual, fundamentada en la ironía y la rebeldía que supone abrazar la fealdad en un contexto donde la belleza física es deseada desesperadamente, y buscada por cualquier medio. Ahora bien, cualquier tendencia puede pasar a las pantallas de un público cada vez más amplio, mediante conexiones de likes, mensajes y seguidores. La creciente apreciación por este tipo de fealdad llama la atención de las marcas, que como buitres buscan sin descanso nuevas tendencias visuales para capitalizar. Así comienza la progresiva comercialización del kitsch virtual, que es depurado para complacer los gustos de un público más amplio y situado fuera de los círculos artísticos. Lo que comienza como una subversión del diseño es absorbido por el propio diseño, se produce una progresiva estetización de unas formas que nunca debían ser visualmente agradables, sino situar al espectador en un cruce entre la atracción y la repulsión. Producciones como las de @keefpalas o @actually_existing [Fig. 2] son regidas por esta voluntad estética, cómplices de la implantación del lujo sobre unas formas originariamente populares.
Fig 2. Panoràmica @keefpalas y @actually_existing
Con el fin de hacerlas deseables para las clases con mayor poder adquisitivo, generalmente ajenas a las vanguardias virtuales, estas formas son despojadas de su factor cutre, produciéndose así una contradicción con el kitsch. Cabe decir que, a pesar de este embellecimiento, aún no buscan apelar a un público masivo y homogéneo, sino que se trata de negocios pequeños e independientes, que ofrecen pocos objetos a precios muy elevados, seguramente inaccesibles para los amantes de lo absurdo que empezaron a jugar con las imágenes-basura en Instagram. La intrusión de nuevas tiendas en esta plataforma se ha visto favorecida en las últimas actualizaciones de la aplicación, que instan a las usuarias a comprar, más que compartir contenido visual. Esto nos lleva a preguntarnos cuál es el próximo paso en la perversión de la (anti)estética cutre. ¿Es posible que las grandes multinacionales se sumen a la capitalización de lo absurdo a partir de estas pequeñas marcas de Instagram de diseño independiente? ¿Encontraremos algún día en la web de Zara unos zapatos hechos de pasta de dientes o unos pendientes de sardinas? Es difícil saber cómo una gran empresa podría crear un deseo por la fealdad en el público masivo y homogeneizado —y ficticio— al que busca apelar desesperadamente. Una vez más, los discursos más subversivos y aparentemente incomercializables son fagocitados por el capitalismo, que devuelve a las masas precarias las formas que ellas mismas generaron.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)