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En el estudio que dedica al tiempo el artista Christian Marclay nos recuerda que todo cuanto nos sucede está medido por un silente tictac. The Clock, que ya ha estado en Londres, la Bienal de Venecia o el Lincoln Center, podrá verse en el Guggenheim de Bilbao hasta el 28 de mayo. Compone un amplio archivo de las representaciones del reloj en la historia del cine, pero sobre todo una obra que es el resultado de la edición de cientos de imágenes extraídas de más de tres mil películas que reproducen el imaginario de ese “pedazo frágil”, como llamó Cortázar al cronómetro de nuestras historias. Una obra hecha de retazos sacados de su espacio originario e hilvanados con el propósito de contar el paso de las horas haciéndolas coincidir con el tiempo vital del espectador.
Esta pieza cautiva. Probablemente porque muestra el tiempo en estado performativo. El tiempo se narra, existe en función de los acontecimientos que lo producen. ¿Multiplicidad de tiempos? ¿Qué es el tiempo? Preguntas históricas y necesarias. El tiempo es una continuidad, es un hacer: una medición del hacer. La cuestión hoy, desde que la anunció Heidegger, sigue siendo ¿quién (y no qué) es el tiempo? El paso de las horas lo pauta y designa a su antojo el espectador.
De allí que las causas del interés que despierta Christian Marclay con The Clock no se asientan sólo en que explora las iconografías del reloj, sino que exhibe un catálogo de tipologías abiertas que apelan al espectador para descodificar las significaciones del tiempo interior. Obras de Hitchcock, actuaciones de Clint Eastwood en sus años mozos, fragmentos de películas del oeste, bombas a la espera de ser activadas, las horas de las comidas, las tardes o las noches dedicadas a los juegos de mesa, etc. son proyectados en esta ingente pieza que irradia contemporaneidad. Frente a la pantalla, viendo minúsculos fragmentos de películas de otros, pareciera que los filmes nos informaran de nuestras rutinas y hábitos. A ratos, y sin saberlo, nos vemos, nos reconocemos en la sincronización de nuestra experiencia con el metraje proyectado. Las agujas no paran y la repetición cíclica de las horas se asoman como el metarrelato de algún instante que hayamos vivido en el desordenado trazo de nuestra historia.
The Clock alude a la ficción que habla de sí misma en la medida en la que sincroniza los relojes de la pantalla con los del espectador. Sin embargo, la medición no la hacen los números señalados en el reloj, sino las relaciones que hayamos sido capaces de hacer entre las temporalidades simbolizadas en la pantalla y nuestra propia historia. Efecto diegético, diría Bajtin: transferir una historia antigua a una nueva. La movilización de lo remoto a lo próximo que, en el caso de The Clock, se encuentra en la creación a partir de la reinserción de tiempos fósiles en el tiempo presente. El nexo establecido entre esas piezas dispares y la edición de las pistas de sonido para generar un espacio de audio común anuncian que la destreza de este artista radica no sólo en la compilación del material reciclado, sino sobre todo en el montaje con el pulso de quien, como él, vive múltiples franjas horarias, entre Suiza, Nueva York y Londres.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)