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Quien escribe nunca ha sentido fascinación por la psicodelia. Y no es que no lo intentase. De hecho, la psicodelia y la contracultura –o su reconstrucción anacrónica a finales de los 90- entraban en el kit del perfecto post-adolescente en busca de la rebeldía perdida en los anales de la insatisfacción inocente. Existía entonces –y siempre para el niño tardío o el adulto a medias- una demanda de sublevación personal y fotocopiada que, en numerosas ocasiones, desembocaba en reuniones donde la figura de la plañidera aparecía intermitentemente, efecto de una nostalgia colectiva por aquel pasado que no tuvimos la ocasión de vivir. Nuestra juventud no se acercaba ni remotamente a la de aquellos que tocaba admirar, casi por obligación. Nuestra adolescencia –la mía, al menos- fue un archivo de la desobediencia ajena, una lectura literal y domesticada de una época que, en el fondo, nos era mucho más ajena de lo que creíamos. Para empezar, no faltábamos ni un día al instituto, sacábamos buenas notas y las drogas brillaban por su ausencia. Algunos revisitaríamos esa adolescencia indisciplinada más tarde, intercambiando la reconstrucción estética del paradigma psicodélico por la evasión hedonista de la cultura rave.
La psicodelia -como la adolescencia- siempre está ahí para ser retomada por alguien. También por el contexto artístico, con ejemplos como Reflections From Damaged Life de Lars Bang Larsen (Raven Row, Londres), una exposición que se acerca a la psicodelia con la inevitable frialdad de toda traducción racional sobre cualquier aspecto experiencial, especialmente si está vinculado a la ciénaga de lo lisérgico. Más todavía si se trata de una doble traducción: por una parte, la de unas obras que nunca pretendieron ser arte psicodélico (término acuñado por los mass media y no por el stablishment artístico) sino una metabolización de diferentes aspectos de la psicodelia a través del arte, con trabajos que no necesariamente practican la cohetaneidad de las situaciones a las que se refieren; y, por otra parte, la interpretación comisarial a través de un texto elocuente y seductor que, al mismo tiempo que avala el potencial transformador y crítico de la alteración psicodélica, cae en los manierismos de la razón occidental invocando (entre muchas cosas, post-humanismo incluido) a Theodor Adorno. Algo que ya anuncia su título reapropiacionista.
Haciendo énfasis en dos conceptos declinados en plural -eventos y afectos- la exposición avala apologéticamente la psicodelia como una dosis de alteridad necesaria para un arte (y un mundo) que se ha encargado de rechazar históricamente, tanto la estética como la experiencia psicodélica. Pero lo hace, como no, desde la narrativa profesional de un discurso textual que no puede, no quiere o no sabe participar en esa “manifestación del alma” sin dejar de tener los pies atornillados al suelo. Por contrapartida, no se le puede negar a Lars Bang Larsen y Reflection From Damaged Life, un cierto intento de ruptura con el versátil canon artístico contemporáneo, saliéndose también de la jerarquía territorial occidental en su selección de proyectos y artistas. Aunque dicha ruptura pase por los procedimientos habituales de celebración de la periferia desde un centro que, por lo inherente de su posición, siempre está dándole la espalda a algo o alguien.
Pensando en otra apología de la psicodelia, esta vez desde los usos de la razón cualificante, persisten varias ideas. Entre ellas, la sensación de que la psicodelia, por mucho que se presente como una experiencia universal asociada a la libre virtualidad de otros mundos posibles, ha caído en una representación de sí misma que construye la experiencia lisérgica bajo unos atributos estéticos heredados que recogen un momento histórico concreto. ¿Es posible una experiencia lisérgica que no pase por las formas estéticas de esa psicodelia instaurada? ¿Es ese inconsciente una consciencia realmente involuntaria o es un nodo de patrones adquiridos culturalmente? ¿Realmente alguien puede creerse el potencial transformador de la experiencia lisérgica cuando ha practicado más de treinta resacas morales en un mismo año, fruto de ese descenso a la alteridad de la mente? Y es que, si los excesos de la razón producen monstruos, los de la experiencia psicodélica terminan por producir una desfiguración que, a modo de reparación, nos hace anhelar con más fuerza que nunca el retorno a un cierto orden.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)