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Cada vez que se produce un nuevo desarrollo en los sistemas de inteligencia artificial (IA), se plantea la pregunta de si, esta vez, la máquina va a sustituir definitivamente a los seres humanos. Esta cuestión recurrente, que no es baladí pero ignora que son de hecho los seres humanos los que deciden reemplazar a otros seres humanos por máquinas, adquiere un matiz especial cuando en vez del personal del supermercado a quien se podría sustituir es a los artistas. Desde hace más de un siglo se proyectan en los artistas ideas románticas acerca de una insondable y genial creatividad que los distingue de las personas corrientes y por supuesto de las máquinas. Los artistas pueden emplear máquinas como meras herramientas, pero estas no pueden tener ningún tipo de agencia en la creación de la obra. Y sin embargo, desde las primeras civilizaciones se plantea la idea de la creatividad como algo que excede a la capacidad humana: una inspiración divina.
Esta eterna cuestión acerca de la capacidad creadora, que tal vez se había dejado de lado en un mundo del arte contemporáneo dominado por el mercado y los debates sociopolíticos, parece haber resurgido con fuerza a medida que se desarrollan los programas de aprendizaje automático, las redes neuronales artificiales y los modelos masivos de lenguaje, los cuales dan lugar a imágenes y textos cada vez más sorprendentes. El proceso creativo, el origen de la inspiración, la tan demandada originalidad y la exigencia de innovación son cuestiones con las que los artistas deben lidiar hoy en día y que claramente transitan en los cuatro textos que forman este número, todos ellos escritos por artistas con una profunda experiencia en la aplicación de sistemas de inteligencia artificial en artes visuales, poesía y literatura.
Citando a los poetas T.S. Elliot y Allen Ginsberg, tanto Sasha Stiles como Mark Amerika se refieren a esa extraña disociación que se produce entre la persona que crea y su obra, y cómo han experimentado en la colaboración con programas de IA un espacio de co-creación que les lleva a comparar sus propios procesos creativos con los de los modelos que emplean, afirmando que hemos pasado ya al ámbito de lo post-humano. Los sistemas de aprendizaje automático, por tanto, han adquirido mucha más agencia de la que tiene una simple herramienta, y esto se da, al igual que los susurros de las musas, en el misterioso e inescrutable “espacio latente”. Mario Klingemann elabora una sobria y diáfana descripción del espacio latente como un espacio de ordenación y clasificación de la información que no obstante permite la emergencia de nuevos saberes y conexiones inesperadas. Un espacio de posibilidades que, en su capacidad para generar todas las imágenes posibles, conduce en opinión de Gregory Chatonsky a una ruptura en la representación de la realidad.
Estas cuatro aportaciones, sólidas en sus planteamientos y densas en la riqueza de sus contenidos, nos invitan no sólo a repensar el papel de los artistas, sino el propio proceso creativo, la obsoleta separación entre humanos y máquinas y, finalmente, nuestra también caduca perspectiva antropocéntrica.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)