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Siempre han sido los pequeños detalles los que suelen escapársenos, los que pasan desapercibidos. Quizás sea esa la razón por la cual de la historia del arte destacan leves gestos que se han convertido en la razón por la cual seguimos vivos dentro de este monstruo, cuyo apetito va en aumento. Quizás sea también la razón por la cual lo sutil se convierte en algo mucho más grande cuando la distancia lo confirma.
No es fácil encontrarse en tan pocos metros dos propuestas cuyo resultado -a priori tan distante, tan distinto- provoque la sensación de estar frente a algo que parece ser mucho más grande de lo que en un principio parece. Así se presentan las intervenciones de Luz Broto en García Galería y Carlos Maciá en la ventana de L21.
Porque probablemente el gesto que llama la atención no sea esa intención de ocupar el espacio público, sino más bien esa necesidad de abrir el espacio privado. Un espacio como la ventana, de la que ya había retirado su puerta Rodríguez-Méndez, y que se confirma con ese material expandido que contra todo pronóstico ocupa su interior -¿Todo? Me lo pregunto exactamente en Kassel, donde Walter de Maria enterró su Vertical Earth Kilometer y donde en realidad poco importa que puedan ser diez centímetros o mil metros-. Quizás esa imposibilidad para cerrar la ventana, para transformarla en un espacio público, sea el gesto que Carlos Maciá extrae de la experiencia previa de Rodríguez-Méndez y comparte con Luz Broto, que durante toda una jornada utilizó el espacio de García Galería para pasar una cuerda que bajaba por la fachada del edificio, atravesaba la puerta principal, cruzaba la sala y el almacén hasta perderse por una ventana que le permitía ascender de nuevo hacia la azotea del edificio, donde un nudo ataba los dos cabos. Un nudo que hemos podido ver a posteriori en fotos, que bien se podría haber situado en el interior de la galería, pero que sin embargo, por el hecho de estar en el tejado, obligaba a mantener la puerta y la ventana abiertas, para que corriera el aire.
También la ventana de Carlos Maciá exige que corra el aire en una calle en la que cada espacio, a modo de joyería, dispone de un timbre para que el espectador informe de su deseo de acceder al interior. Y es el interior el que ha hecho ahora el esfuerzo de comunicar al exterior su deseo de salir. Así cada trozo extraído a la intervención de Maciá, saca a la superficie un color rosa como el de un algodón de azúcar, que estimula dos impulsos tan básicos como el del apetito y el de lo destructivo.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)