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A la hora de tratar ciertos asuntos la ironía no es una buena compañera. Y no tanto porque no sepa estar de nuestro lado, no nos entienda o no sepa secundarnos a la hora de especular y entender las cosas. Los problemas que surgen por el uso de la ironía están fuertemente asociados a una cuestión que muchas veces se nos escapa: la recepción del discurso por parte de los demás. En su carga consciente de cierta ambigüedad, la ironía está a favor de una transmisión no clausurada del sentido que puede excluir esa misma ironía como un recurso admisible.
Parece ser que fue la ironía uno de los varios motivos por los que Hannah Arendt fue criticada, censurada y rechazada cuando arrojó sobre el mundo el concepto de la “banalidad del mal” en aquel texto que daría lugar a su libro «Eichmann en Jerusalén». Si, como dijo Adorno, “escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”, escribir en las inmediaciones del Holocausto sobre el responsable directo del mismo sirviéndose de la ironía supuso un ejercicio extremadamente audaz. Incluso para alguien como Hannah Arendt.
La pesada digestión de aquellas cuestiones que han conformado la arquitectura del nazismo sigue apareciendo a día de hoy. Y es que setenta años quizás no son suficientes para perderle el miedo a los mecanismos de un sistema ideológico que practicó a conciencia el lado oscuro de una razón de herencia ilustrada. Sirva como ejemplo el recientemente clausurado ciclo de la Filmoteca de Catalunya “El cine de propaganda nazi”, donde se proyectaron algunas de las películas que fueron utilizadas como herramientas de difusión de los valores nazis. Unos valores que, como demuestran muchas de estas películas, se construían desde un antagonismo que dedicaba más esfuerzo a difamar al otro (el judío, el comunista, el inglés) que a ensalzar la propia identidad nacionalsocialista.
En paralelo se proyectaron una serie de documentales sobre el cine de propaganda del período nazi, bajo ese imperativo moral de contextualización crítica que afecta todo aquello relacionado con el material cultural producido por el nazismo y para el nazismo. Entre ellos, Werkstattbericht “NS -Propagandafilm heute”, de Felix Moeller, un film que recoge el debate abierto en torno a la liberación de unas películas de acceso restringido debido a su explícita carga ideológica y a su implícito potencial antisemita y racista.
Más allá de avalar la libre circulación de cualquier tipo de material por el simple hecho de subrayar un derecho que se instaura desde una condición general, hay características un poco más específicas a la hora de pensar una circulación del cine nazi exenta de introducciones históricas o circuitos restringidos. En primer lugar, el propio epígrafe histórico dentro del que se enmarcan transporta un escudo tácito por parte de la mayoría de espectadores. La censura universal e histórica hacia la ideología promovida por el nazismo sería suficiente para desactivar el potencial o la vigencia actuales de su cine propagandístico. Si bien no puede negarse el vigor de dicha ideología a través de grupos neonazis, es considerablemente dudoso que estos necesiten de una producción fílmica de estética anacrónica –otro motivo que disminuye su poder teniendo en cuenta el lenguaje visual de nuestros días. A ello podríamos añadir que este material fílmico circula desde hace tiempo por Internet, más o menos accesible para todo aquel que sepa o quiera buscarlo con empeño.
Habría que recalcar también que las películas nazis formaban parte de un aparato ideológico holístico y que no existían con independencia al mismo. Y que no es lo mismo verlas hoy día que cuando, a la salida del cine, la propaganda nazi existía previa y posteriormente a las sucesivas proyecciones, diseminada por todas partes a través de una imposición agresiva de sus contenidos y principios. Es más, pensando en el cine producido bajo el mandato de Hitler como en un documento histórico que ayuda a comprender la repercusión, la absorción y la magnitud del nacionalsocialismo, se hace casi indispensable el visionado de este material. La evidencia de su instrumentalización del cine puede ayudarnos, no sólo a comprender la producción y el alcance ideológicos del nazismo, sino a posicionar cualquier producto cinematográfico –y por extensión, cultural- dentro de una ideología y una “misión” concreta, por sutil que ésta sea.
Volviendo a aquella ironía que comentaba, me permitiría entonces un serio alegato en contra de todo aquel cine (por ejemplo, la Nouvelle Vague) que circula libremente, que promueve y que genera la imagen de una mujer vista a través de los ojos de un hombre que la prefiere no tanto rubia sino silenciosa, frágil e inexcusablemente atractiva. O que, cuando habla, lo hace desde una actitud histérica, superficial e irracional. O contra un cine que, retomando a Hannah Arendt según Margaret von Trotta, trivializa a una de los grandes pensadores del siglo XX al recrearse en esa condición de mujer arrogante marcada por un amor imposible. Y es que no todas las manifestaciones ideológicas llegan a nosotros con un dispositivo crítico y de protección igual de eficiente que aquel que reaparece cuando leemos “cine de propaganda nazi”.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)