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La primera vez que estuve en una obra de James Turrell fue en el patio del Clairemont College, un atardecer de otoño. El cielo se volvió rojo y la arquitectura azul. Pasó una hora. El cielo se hizo violeta y las columnas, rojas.
Esta temporada, desde el mes de mayo hasta abril del año que viene, el LACMA dedica una amplia retrospectiva a este clásico del arte estadounidense. La muestra es un detallado despliegue de las distintas fases por las que ha pasado el trabajo de Turrell. Las más tempranas, como Afrum (White), 1966, conviven con las recientes, como Light Reignfall, 2011. Entre medias, multitud de dibujos, hologramas e instalaciones lumínicas, así como documentación de Roden Crater, el observatorio celeste que el artista lleva construyendo cuatro décadas en el desierto de Arizona.
Además de los que trazan una cronología, existen otros dos polos en la exposición. Perceptual Cell y Dark Matters enfrentan al público con la vivencia desnuda de la visualidad. Las instalaciones se apoderan de los cuerpos, reducen al visitante a ser ojo y proponen la visión como un estado elemental. En la primera, una entra a una cámara esférica tumbada en una camilla. Dentro, un programa de luces cegadoras fuerzan a ver. En la segunda, sentada en una butaca, la completa oscuridad niega a mi cuerpo la posibilidad de esta experiencia.
Iluminación, revelación, contemplación. Para Turrell la observación de la luz tiene un sentido místico que es también referencia a cómo conocemos el mundo, en línea con el trascendentalismo americano. Nos fuerza a verlo de frente o a imaginarlo a oscuras. De día, de noche o al atardecer, Turrell prepara los espacios para que en ellos se haga la luz.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)