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Model: un modelo para una sociedad contemplativa

Magazine

23 febrero 2013
Model, Gromley

Model: un modelo para una sociedad contemplativa

Que las cosas compartan un mismo nombre no significa necesariamente que sean iguales o que tiendan –por ellas mismas y conscientemente- a parecerse. Si las comparaciones son odiosas, seguramente sea por nuestra incapacidad para sortearlas a la hora de realizar un número considerable de análisis. Sucede que si, por ejemplo, se acude a una exposición presidida por un proyecto cuyo título remite inevitablemente a otro trabajo, la confrontación está servida. Para asimilar, interpretar y valorar el primero, la memoria comparece desde la retaguardia avanzando tantas posiciones como sean necesarias para aprovechar la utilidad del contraste.

Model, de Antony Gormley, puede provocar este tipo de ejercicios iniciados por una simple –y evidente- analogía onomástica. Más allá de su título, comparte aspectos (y considerables diferencias que podrían convertir la comparación en un episodio irreverente) con un trabajo de 1968 de Palle Nielsen en el Moderna Museet de Estocolmo: El modelo. Un modelo para una sociedad cualitativa. Vayamos por partes.

Partiendo de un encargo específico para una de las sedes londinenses de la galería White Cube, Antony Gormley construye Model en 2012. Esta pieza colosal de 100 toneladas de acero corten consiste en aumentar la escala y el tamaño de sus clásicas –y casi pasadas de moda- esculturas antropomórficas en las que el propio Gormley funciona como medida de todas ellas. El cuerpo se convierte en escultura y la escultura se convierte en arquitectura.

Model construye una arquitectura dentro de una sala de exposiciones. Algo así como la reclusión museística del Altar de Pérgamo pero sin la magnitud del expolio y la conmoción de la descontextualización territorial e histórica. Como todo espacio público habitable, Model se rige por unas normas de uso que el espectador –inquilino por un rato- suscribe para poder entrar en la sala. Y en la escultura gigante. Más allá de toda la retórica formalista en torno al espacio y el volumen, lo más interesante del proyecto es como, a los pocos segundos, muchos espectadores se emancipan y practican la desobediencia disciplinaria. Y es lícito que lo hagan, puesto que en las declaraciones en prensa del propio artista, Model sólo tiene una norma declinada como advertencia: “mind your head”. Es más, como Antony Gormley indica, lo que el público haga allí es asunto suyo, alegando que su hijo utilizó la pieza para practicar algo tan ajeno al mundo del arte como es el parkour.

Sin embargo, dentro de la sala, las sugerencias del artista colisionan con los preceptos de la galería. En Model no se puede usar el teléfono, no se puede escalar exterior o interiormente el gigante metálico, no se puede dejar a los niños explorar el espacio sin ir cogidos de la mano de un adulto, no se puede acceder si se padece miedo a la oscuridad o fobia a los espacios cerrados. Y tampoco se puede haber consumido alcohol antes de entrar. No obstante, en menos de cinco minutos, el público se salta vehementemente todas las normas.

Es entonces, viendo a los niños corriendo por dentro y por fuera del coloso de acero, cuando uno piensa con más insistencia en aquel modelo de Palle Nielsen. Pero Nielsen, a diferencia de Gormley, era un anarcosindicalista danés que acabó abandonando la injerencia artística a causa de las contradicciones entre arte y activismo. El modelo, un enorme playground dentro del museo para menores de 18 años que fue utilizado por 35.000 personas, proponía por un lado un espacio lúdico sin normas en el que los niños no jugasen a ser adultos, y por el otro, un cambio social que viniese desde la infancia. Los efectos colaterales fueron el origen de la crítica institucional y la incorporación del activismo en el cubo blanco.

Esta desregulación del espacio expositivo sería impensable hoy día. Pero no tanto por la transgresión de la norma como por la colectivización de un proyecto que disuelve la autoridad del autor. Model, de Gormley, a pesar de continuos arrebatos espontáneos, no se deja apropiar porque postula un comportamiento general de culto al artista donde el juego que demanda no deja de ser una experiencia contemplativa individual.

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