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Para los habitantes, las ciudades suelen tener un importante valor simbólico. Para la ciudad, ser un símbolo implica acumular una carga semántica. Ésta se observa y se reproduce en el uso de los lugares comunes, en los nombres de las calles, en las fiestas y los eventos culturales, en la publicidad y la propaganda institucional. El truco de un símbolo es la ilusión de lo común, la idea de que puede interactuar con las experiencias particulares y mantener un significado.
Las marcas explotan esta carga semántica para traducirla en la supuesta universalidad del valor mercantil, con el denominador común de la moneda. Extraen esa energía simbólica a través de la noción de la propiedad privada, cobrando rentas y acumulando poder en un esfuerzo continuo por redefinir los términos del contrato social a su favor. Un ejemplo paradigmático de esta dinámica es el denostado “Modelo Barcelona”, descrito nítidamente por el antropólogo Marc Dalmau como “la alianza estratégica entre el sector estatal y privado para vender el entorno urbano y su imagen (su marca), atraer la inversión multinacional y garantizar la acumulación de capital”[1].
Al igual que las marcas, los modelos prometen cierta universalidad, por lo menos en sus efectos. El Modelo Barcelona parte de las peculiaridades de la ciudad, pero su pretensión de atraer el capital tiene un horizonte global. El resultado es la progresiva homogeneización del entorno urbano, que finalmente se visibiliza en la proliferación de grandes cadenas. Un Starbucks o Burger King en cada esquina, un 365 o Pans & Company si quieres pagar un poco menos o pagar a una empresa más «local”. Al aterrizar, el capital busca esquivar o disolver las barreras administrativas que alteran su circulación, aunque proliferen fronteras, muros y cicatrices en su estela.
Quizá sea por esta aversión del capital global a las fronteras administrativas que Jordi Borja, uno de los más notables exponentes del Modelo Barcelona, propone abordar las nuevas dinámicas urbanas desde un modelo de gobernanza metropolitana, que opera más allá de las fronteras entre municipios. “Barcelona nos proyecta más allá, a España, a Europa y al mundo”, escribe el geógrafo urbanista en un artículo titulado “Ciudad metropolitana y plurimunicipal”, en el cual sugiere que la Región Metropolitana de Barcelona debe ser “un ámbito propio de acción de la Generalitat de Cataluña y de coordinación, cooperación y contractualización con los gobiernos locales”. A su vez, propone que, desde la perspectiva de ciudad, el espacio de referencia sería el Área Metropolitana de Barcelona, que asumiría las funciones de integrar, gobernar y garantizar la calidad de los servicios básicos, el transporte público, los programas de vivienda y urbanismo, la sostenibilidad y la actividad económica tanto en la ciudad central como en los municipios periféricos.
Pero una cosa es el modelo y otra la realidad, una la arquitectura institucional y otra la anarquía de lo real. Desde la óptica del capital, la ciudad central en este modelo de gobernanza metropolitana, es una entidad uniforme. Visto así, lo que rompe la contigüidad entre Barcelona y L’Hospitalet es una especie de irracionalidad administrativa. Y, ciertamente, la frontera física que separa a L’Hospitalet de Llobregat de Barcelona es estrecha. Citando a Paco Candel, el periodista Gerardo Santos, especialista en submundos, crónica negra y vampiros varios, explica cómo un puñado de vecinos anarcosindicalistas, muchos de ellos aragoneses y murcianos llegados en la década de 1920, colgaron un cartel enla Riera Blanca del barrio de La Torrassa que anunciaba: Cataluña termina aquí. Aquí empieza Murcia. “Hoy en día,” relata Santos, “lo único que evidencia la existencia de una frontera en la Riera Blanca es que en un lado en los contenedores de basura pone “LH ben net” y, en el otro, “Ajuntament de Barcelona”.
No es del todo cierto. El ambiente construido ya empieza a cambiar en Badal. Las calles y los edificios se estrechan, las fachadas oscurecen ligeramente. Donde sí se mantiene una frontera urbana relativamente gruesa es en el precio de la vivienda. Y es que, históricamente, L’Hospi ha servido más como símbolo para sus habitantes que como marca para el capital. A pesar de ello, a medida que avanza el Modelo Barcelona, ya se observa el Efecto Barcelona sobre la segunda ciudad catalana. Poco antes de estallar la burbuja inmobiliaria, el entonces alcalde Celestino Corbacho lo describió en una entrevista para El Periódico: “Antes sabías cuándo salías de Barcelona, donde todo estaba urbanizado. Cuando llegabas a la zona sin urbanizar, a los descampados, sabías que entrabas en L’Hospitalet. Pero esa diferencia está desapareciendo.”
Una frivolidad ilustrativa. Desde el 2017, el Barcelona Beer Festival se ha celebrado en La Farga de L’Hospitalet. La confusión geográfica que hay en el nombre del festival refleja la logística de la ciudad metropolitana y sus infraestructuras, que no la administración municipal. Barcelona no es solo Barcelona, es toda la Zona 1 del TMB. Uno siente la tentación de atribuir esta a la imposición de la marca Barcelona, hasta que ve que los patrocinadores oficiales del evento son la Generalitat y L’Hospitalet Experience, una iniciativa cultural y culinaria de naturaleza pública-privada, cuya página web nos interpela de la siguiente manera:
Vive la efervescencia de nuestras actividades culturales, desde nuestros dj’s que petan las pistas hasta el folklore tradicional, imagina fábricas habitadas por artistas de nuevas tendencias, escuelas de música, descubre street art pasando por galerías de primer nivel metropolitano y salas de exposiciones con artistas consagrados o emergentes de renombre internacional. La nuestra, es una oferta auténtica, singular y única. Ven a vernos. L’Hospitalet te sorprenderá.
Llama la atención la apertura de la propuesta, como si la propia urbanidad fuera su única razón de ser. De hecho, se podría cambiar la referencia específica a L’Hospitalet por cualquier otra ciudad del norte global y significaría lo mismo. Esta apertura es un rasgo definitorio del L’Hospitalet Distrito Cultural, proyecto estratégico de ciudad en el que se enmarca la iniciativa, que potencia el papel del sector cultural o “creativo” en el desarrollo económico. A su vez, como hemos señalado antes, la apertura como estrategia de acumulación de contenidos y significados para estimular el crecimiento económico, también es un rasgo definitorio de las marcas.
Afortunadamente, el Distrito Cultural se encuentra en un estado casi embrionario. Más que “una oferta auténtica, singular y única”, la web del proyecto transmite cierta sensación de indefinición. Esto puede ser una oportunidad tanto para el sector cultural local más institucionalizado como para iniciativas arriesgadas como el Espai Hybris, un humilde e idiosincrásico espacio cultural que apuesta por la espontaneidad, “huyendo de la homogeneidad, el cálculo excesivo y la mercantilización propia de los circuitos culturales y económicos”. La cuestión política es si se acabará poniendo en conflicto los intereses de los trabajadores culturales con los intereses de los demás habitantes de la ciudad, como suele ocurrir en las ciudades neoliberales que optan por modelos de desarrollo similares. Dicho de otro modo, la cuestión central es si se pretende atraer el turismo del capital o potenciar la vida cultural de la ciudad y sus habitantes.
[1]Dalmau i Torvà, Marc. «Can Batlló: de la degradación planificada a la construcción comunitaria.» Quaderns-e de l’Institut Català d’Antropologia [en línia], 2014,, Núm. 19(1) , pp. 143-159. https://www.raco.cat/index.php/QuadernseICA/article/view/280277 [Consulta: 17-03-19]
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