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En casi todas las familias hay alguien a quien no conocimos pero que parece seguir aquí. Alguna ausencia prematura o particularmente dolorosa, incluso una desaparición, de la que se habla o que se silencia pero que permanece, pesada como el tiempo que nos separa de esa persona, cargando el aire, los recuerdos y los apegos que compartimos. Cada persona de esta familia que no le conoció vive con una memoria imaginada, construida no sin dificultad con lo que llega a sus oídos siempre de manera distinta según quién, cuándo o cómo se lo hayan contado. Yo no me libro: también tengo a alguien así en mi vida, y confieso que pienso mucho en él, impregnada de las emociones que dejó su pérdida más que de su vida, de la que en realidad apenas conozco. Con toda seguridad, como todas, mi familia sería otra sin esta historia y por tanto es una herencia que me dejan, que no sé si dejará de contarse en esta generación o en la siguiente.
La identidad colectiva y los discursos sobre la identidad nacional tienen algo en común con esta distribución de los apegos familiares, o tal vez son las familias las que a veces parecen micro-estados aleatoriamente formados, con sus sistemas, jerarquías y por supuesto revoluciones. Al fin y al cabo, como escribió Benedict Anderson, también la nación es una forma de parentesco. El artista angoleño Kiluanji Kia Henda, cuyo padre estuvo implicado en las luchas por la independencia del país, que se alcanzó tras una larga guerra en 1975, cuatro años antes del nacimiento del artista, reflexiona en su trabajo sobre cómo equilibrar el pasado y el futuro para imaginar una nueva identidad poscolonial. La capacidad de imaginar el futuro es igual de importante que conocer el pasado, sugiere, y es necesario desechar los “viejos” héroes con los que nos han obligado a identificarnos y colocar en los pedestales, reales o figurados, a héroes y heroínas a la altura de la imaginación política y el futuro que queremos proyectar para nuestra generación. Porque la imaginación es, además, lo que primero se intenta mutilar cuando lo (aparentemente) simbólico se instala para controlar y legislar. En Homem novo (2012), parte de Redefining the Power, un proyecto que busca reactivar monumentos de época colonial en una especie de reapropiación y signo de resistencia, tres imágenes muestran esta sucesión de temporalidades posibles partiendo de un monumento parcialmente retirado todavía presente en la ciudad de Luanda. En la imagen de la izquierda del tríptico, una típica estampilla o postal de época colonial en blanco y negro con la estatura de Pedro Alexandrino, militar y administrador colonial portugués que falleció en 1850, es decir, hace más o menos ciento setenta años. El pedestal de este monumento está vacío en la actualidad, y así aparece en la fotografía central, como cuestionando quiénes son hoy estos personajes llamados históricos (ay, ese protagonista de la historia…) que apenas interpelarían a quien pase delante de ellos pero que, en este caso, además, fue retirado. A pesar de todo, su huella permaneció a través de este elemento canónico que pretende canonizar a quienes lo ocupan. El artista invitó a posar, para la tercera fotografía, a amigos artistas y del ámbito de la cultura como un poeta, un activista por los derechos LGTBIA+ y un diseñador de moda, sustituyendo así irónicamente a los “héroes” militares por héroes culturales de la Angola contemporánea. Al fin y al cabo, y a pesar de la idea dominante de que nuestras estatuas inmortalizan las vidas de “ilustres” personajes, pocos son los monumentos inmortales y menos lo son las vidas, como pocos son los monumentos con los que nos ponemos de acuerdo. Será porque ese acuerdo, en todo caso, necesita del olvido de quienes pasan por delante diariamente, porque mientras se sienten a la mesa se hablará de ellos, no siempre bien. El olvido no sería, además, al menos de momento, una forma válida de reparación, sino un acuerdo por inercia, causado por la indiferencia hacia personajes que llenan las calles pero que no recordamos, que desconocemos, que no nos interpelan, pero que quedan en el espacio público porque casi siempre significan algo para alguien, sobre todo para quienes los mantienen ahí. Por eso la única reparación total es su retirada, esperando que al menos la siguiente generación no celebre episodios que no recuerdan pero que encarnan casi siempre, al menos en Europa, lo peor de lo que somos.
Kia Kiluanji Henda dedica gran parte de su trabajo a la reflexión sobre los monumentos como lugares de lucha de las memorias colectivas y combina obras sobre monumentos del pasado con la realización de monumentos nuevos que desafían uno de los rasgos más característicos de estos: la construcción y sedimentación de discursos en torno a la identidad nacional, hoy encerrada en unos estados que creen tener una cultura y un pasado definido en sus fronteras. Saltando por encima de las nociones de nación y estado, sabiendo que los monumentos son también extensiones de estas fronteras, que establecen mediante su imposición en el espacio público quién puede pertenecer, construye relatos globales, transatlánticos, que conectan costas y ciudades a través de las corrientes oceánicas que Peter Linebaugh y Markus Rediker compararon con la historia en La hidra de la revolución. En un ir y venir de quienes protagonizarán los monumentos del futuro, obras como Rusty Mirage (The City Skyline) (2013), inspirada en los dibujos sobre la arena de Angola oriental, o en Plantación -prosperidad y pesadilla, proyecto en memoria a las personas esclavizadas que ganó una convocatoria pública para un monumento en Lisboa y que representaba una plantación de caña de azúcar, Henda no solo cuestiona estas fronteras/monumentos sino que los consagra a historias normalmente lejos de los pedestales. En el caso del monumento de Lisboa, frente al puerto en el que atracaban los barcos esclavistas. Se trata de un homenaje a las víctimas de la historia europea celebrada de manera obsesiva en nuestros espacios públicos para, como dice el artista, crear nuevas posibilidades de convivencia.
Durante el mandato del gobernador Ángel Barrera (1906-1907 y 1910-1924) se erigió una estatua en homenaje a su persona en el centro de la Plaza de España de Santa Isabel, nombre de Malabo (Guinea Ecuatorial) durante la colonización española y que permaneció ahí hasta el 12 de octubre de 1968, día de la independencia del país. Al más puro estilo colonial, en su base tres personas “agradecían” a Barrera su labor, mientras este miraba, también, al puerto. Como explica David Almazán, después de la independencia se consiguió recuperar y se envió al Arsenal de la Barraca, en San Fernando Cádiz, sin que nadie que hoy pase por delante conozca el nombre de Ángel Barrera. Pero los monumentos son obstinados. Si no los quieren en las colonias, los dejaremos sobrevivir en la metrópolis. Alguno quedó en Malabo, eso sí. Un día paseando por el cementerio de Ela Ngema me encontré con la tumba y el busto del padre Juanola, claretiano español responsable de no pocos males de todos los que sufrieron los bubis y a quien una vez me instaron a no llamar genocida (consejo que ignoré). Los monumentos funerarios son un tema aparte: sobre el cuerpo ya deshecho queda la piedra tallada de la que importa más la presencia que la visibilidad. No sabemos si es por respeto a los muertos o por su escasa visibilidad que permanece ahí, pero si no volvió la metrópoli a ocupar un ridículo lugar aleatorio es seguro por una de estas causas. En realidad, y como sabemos, “las estatuas también mueren” y más tarde o más temprano se convierten en piedras. Lo que ocurra mientras y hasta entonces es lo que nos importa.
Tendremos que imaginar un futuro no ya sin monumentos, sino sin pedestales, porque necesariamente llegará el momento en el que, como en el puerto de Lisboa, estos no sean un homenaje a hombres solos (sí, he dicho hombres) que miraron desde arriba la historia borrando la vida a su paso, sino a quienes emergieron como un enjambre arruinando el festín de la familia-estado de origen. Las nuevas heroínas no querrán pedestal, porque en él no cabe el cuerpo colectivo.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)