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22 abril 2022

Fuego y agua

En el taller de Lara Fluxà, en Fase, de octubre a marzo hace frío, como en todos los talleres pero había calor, como el fuego alimentado de oxígeno para retorcer el vidrio. Era un rescoldo compartido con Paco Chanivet mientras se cocía una maqueta de 8 metros de piezas pequeñas que iban agrupándose de manera orgánica para crear familias, parentescos entre ellas y pertenencia total.

Pero se necesitaba más fuego pues el pabellón es un almacén alargado, de ladrillo con techo de madera y sobre todo grande, muy largo, donde obligaba a pensar el gesto en otra dimensión, de la caricia al abrazo y éste era el reto, el cambio de escala que no sólo consistía en la complicación técnica, resuelta con la colaboración de Ferran Collado, maestro vidriero, sino también en el cambio de mirada, reubicarse de ver la totalidad del cuerpo a entrar en él y formar parte. Romper una dermis amniótica por ser parte de este órgano, pasando de un sistema cerrado al metabolismo: un organismo sin límite donde las reacciones acontecen en el intercambio constante, mudando del cuerpo al paisaje, un ecoton, una zona de transición y transmutación de una fecundidad material que rechaza una separación ontológica entre cuerpo y vector, lo que Deleuze llama event-full-zone. Como el limo, el encuentro entre el agua y la tierra. El estado intermedio entre sólido y líquido, un eterno estado plasmático.

En la zona, como la de los Strugatsky todo es posible, debes ser muy consciente de tus movimientos y tus deseos, de tu cuerpo, y mirar con detenimiento y cautela lo cercano que te seduce pero es frágil, como ver periféricamente para entender la totalidad de dónde formas parte. La mirada difundida, cosechadora para intuir y no definir, en contraposición de la mirada central de la modernidad y la ciencia que requería del cristal transparente para crear taxonomías.

A medida que estos cuerpos se interconectaban imaginando el circuito circular que extraería el agua de la ciudad venusiana para devolverla sin alterar, hablábamos de otras cosas: Bach, bachata o Phillip Glass, bragas de algodón, afectos, lesiones, aceite de aceituna, la técnica del vidrio transparente o de la erótica del agua, del flujo y el ritmo de nuestros a cuerpos líquidos estrechamente ligados en el hypersea. Pero sobre todo de alquimia. Nos interesaba aquella alquimia circular, la matriarcal mucho antes de que fuese fermentando las bases de la ciencia moderna -aunque consideramos llamarla prepatriarcal-. Esa escondida en su etimología de kemé, el barro negro de la orilla del río Nilo que era fuente de vida y de cambio, como su color. El negro del residuo del aceite de motor de “Verni” que engendra nuevas formas de convivir con la muerte. Contaminación de que es parte del metabolismo repensando una alquimia anárquica. Lo sintético, la piedra oleosa –petra oleum– que viene podría ser la piedra filosofal, la sustancia indispensable para transportar, se convierte en parte del paisaje que debemos asimilar y transmutar de nuevo. Este recuerdo de infancia que gestaba “Verni” se recupera en “Limo”, una presencia frágil y peligrosa que engendra nuevos modos y cuerpos para replantearse lo que debe venir y reconvertir los tumores en regeneración posthumana, un ooloique nos puede parecer asqueroso, ¡pero nos hechiza y deleita!

Algunas noches se nos hacía tarde y me quedaba a dormir en su casa, en una de ellas vimos “Le Cinquième Element” por la búsqueda alquímica deshojando la quintaescencia -también por la maravilla de vestuario-, una Milla Jovovich joven y blanca y como dice el filme, perfecta. Y es que la alquimia patriarcal persigue la transformación de las materias buscando esa esencia del control de los cuerpos, atravesado por la mirada central que como Pigmalión, esculpían a veces una perfección metafísica, la Galatea láctea, blanca como la leche y fecunda no por gracia propia.

El blanco de leche como en el “Sueño de la Leche” de Carrington, también está, un líquido más viscoso que el agua, origen de vida, que cuajará en los cuerpos vítreos, la materia vibrante y viscosa que Fluxà esculpe no a golpes, sino con caricias y los labios. Más que esculpir, transmuta, porque transmutar es mover, circular.

Las familias de piezas están numeradas para facilitar la logística y montaje vertiginoso, pero tienen motes que sólo se entienden en el contexto de la tribu. Uno era Akelarre –aunque las pollas también funcionaba- de brujas, o hadas como la Fata Morgana hermana de Arturo que hace de bisagra entre el espiritismo y el cristianismo en Avalon, una isla hoy en día drenada por optimizaciones logísticas. También es un espejismo que, como en la obra del mismo nombre de Fluxà, es una forma de mirar descentralizada, porque devuelve la mirada secuestrada por el vidrio moderno a los ojos encarnados. Su fuego no es para ver sino para quemarse.

Una acepción apócrifa de akelarre es hidroquinésis, transmutaciones acuosas y sustancias disueltas como Venecia, una ciudad de gestión de modos materiales, donde los saberes herméticos se convirtieron en secretos industriales. “Limo” es muchas cosas pero he entendido que es la forma en que las materias se convierten en cambio –de estado, de lugar, de vibración, de precio, de sentido, de historia…- en su contacto.

Ariadna Parreu (Reus, 1982) es escultora. Disfruta explicando historias que podrían haber sido, por eso es profesora de historia y teoría del arte y el diseño. Está especulando sobre la superficie para entender la materia desde su etimología hasta su peso, porque la escultura no sólo es «eliminar mármol» y la historia es más plasmática que sólida. Lo escribe todo mientras escucha música bien alta con sus cascos.

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