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“Pide un deseo” es el eslogan de los cumpleaños. Generalmente combinada con una tarta, velas y una proyección desiderativa hacia el futuro, esta frase se acompaña de un mecanismo-trampa: el deseo solicitado sólo se cumplirá si hemos apagado victoriosamente y de golpe todas las velas gracias a la fuerza de un suspiro multiplicado por mil. También es una frase conmemorativa que enfatiza el paso del tiempo y que se pronuncia en otro cumpleaños, esta vez colectivo y marcado por la condición numérica del calendario.
Pedir deseos tiene algo de cursi. Será por la condición utópica que muchas veces los acecha. Parafraseando a algún autor que el primer catarro del año no me permite recordar, algunos deseos son como las cartas de amor. Si no fueran cursis no serían deseos. Más allá del lugar común que reparte la etiqueta de lo político como otros reparten flyers en la calle, el deseo trasciende rápidamente lo cursi gracias a su vocación de futuro. Como aspiración de un futuro imposible, el deseo funciona como un arma de destrucción afirmativa de una realidad insatisfactoria. Pocos lugares están tan representados por el futuro como el deseo. Un deseo que nos permite transitarlo a través del verbo y que admite una voluntad de baja frecuencia. A la realidad le queda, sin embargo, ese porvenir que se entretiene demostrando la habilidad del deseo para materializarse. También para desaparecer y sobrealimentar la desmemoria.
Lo mejor de 2014 es que todavía no ha sucedido. Si 2014 fuese un día de la semana, sería un lunes, el día universal del propósito. Como suspensión de un futuro por llegar, 2014 todavía está cargado de esa voluntad desiderativa de la que carecen casi todos los domingos. Y de esas ganas de probar la tarta una vez se soplan todas las velas.
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