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Cuando se dice que una exhibición lastima o perturba a un espectador o a un sistema, se hace el comentario desde cierto beneplácito humanista, y por decirlo así clínico: suponemos que sacudir los prejuicios del público o enfrentarlo con sus traumas o golpear sus convenciones arrastra alguna posibilidad de engrandecimiento o elaboración de parte del, digamos, sujeto.
Pedimos eso: queremos exhibiciones que hagan daño, pero no en serio. Nadie quiere que masacren al público de verdad. Torturarlo, sí, pero dentro de ciertos límites fijados nada menos que por Aristóteles para el teatro.
Y sin embargo, los daños en serio, la verdadera carnicería, es más bien la materia de todos los días en la faena de las exhibiciones: obras mal elegidas, mal historizadas, políticas culturales imprudentes, textos que no dicen nada…
Pedimos eso, también: un poco de piedad, al menos; visitar una muestra en una institución sin la sensación de que estamos yendo a ver el lugar de un accidente automovilístico.
Los críticos, particularmente, sufrimos el tema de tener que distinguir entre distintos tipos de iconoclasia: una cosa es la forma como los compositores soviéticos maltrataban el piano y otra es cierta manera de colgar exhibiciones de arte de los años ’60… Pero la principal diferencia es que quien sufre todos estos daños sin embargo no es un espectador con un foro interno dotado de los recursos necesarios para debatir sus propios prejuicios, sino un objeto privado de medios para defenderse, que apenas logra despertar la empatía de un compasivo crítico. Ahí es donde los abogados del diablo se convierten en abogados de pobres.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)