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Cada vez que se celebra uno de los grandes eventos internacionales del arte contemporáneo se reaviva el debate de la internacionalización del arte español, generalmente a causa de la escasa presencia de artistas españoles en el mismo. “¿Por qué no estamos?”, “¿Por qué no se fijan en nosotros?”, “Aquí también hay buenos artistas” y lamentos similares se publican durante algunos días o semanas en la prensa generalista y especializada, todo el mundo tiene algo que decir al respecto, en comentarios en las redes sociales o en conversaciones de inauguración más o menos informales. Las respuestas suelen agruparse en dos líneas argumentales básicas que tienen en común subrayar la falta de apoyo, de medios, de financiación, pero difieren en la manera de enfocar el problema. Una se resume en que “hay que salir más”, es decir ir afuera a que se enteren de que existimos y de que hacemos cosas dignas de ser vistas. En esta línea, organismos públicos y fundaciones privadas subvencionan la movilidad internacional de los agentes españoles y de sus obras, para que vayan a formarse, a exponer, a vender y a ganar experiencia fuera, o destinan fondos para que se pueda invitar a agentes extranjeros a venir y ver lo que hay aquí.
Se suele obviar que no son pocos los actores españoles del arte contemporáneo –artistas, comisarios, productores, gestores…- que están fuera, que operan en y desde otros países y que las más de las veces son la cara visible de eso que se quiere llamar “arte español” en el exterior de las fronteras del Estado y que habría, quizás, que definir qué es y a quién le interesa que eso se concrete y se promueva. Esa misma prensa que se lamenta y hace recuentos en la apertura de los juegos olímpicos del arte se hace poco o ningún eco de las exposiciones internacionales en las que participan los españoles el resto del tiempo. Se omite también que muchos y muchas de los que se han ido lo han hecho gracias a esas becas de movilidad internacional y que han decidido no volver por diversas razones, pero entre ellas siempre está la del mayor dinamismo de otras escenas culturales en las que han ido a poner pie. Volver ¿a qué?, esa es la cuestión, si hablamos en términos profesionales.
La otra versión de la respuesta tiene justamente que ver con eso y hace hincapié en la necesidad de mejorar las condiciones de producción y de exposición del arte contemporáneo in situ, aquí. Dejarse de recuentos y de injerencias políticas con objetivos ajenos al arte y permitir que el sector cultural se dinamice, experimente e innove. Promover las diferentes escenas locales para que crezcan y puedan generar interés más allá de los límites de lo local, por lo que hacen y no por lo que representan en tanto que marca nacional. Para que marcharse sea menos una necesidad o una obligación y más una decisión personal motivada por otra cosa que la precariedad estructural de un sector artístico muy poco autónomo que siempre mira afuera desde abajo.
Este número dedicado a la internacionalización ha contado con los testimonios en primera persona de cuatro de esos agentes que viven, o han vivido, fuera. Sus textos aportan contenido a la discusión sobre la necesidad, o no, de internacionalizar el arte contemporáneo español, desde la experiencia de haber emigrado y de haber visto cómo se funciona en otros lugares. El artículo de Barbara Cueto enfoca hacia la tensión entre la dimensión global del arte contemporáneo, hiperconectada e hipermóvil, y las prácticas profundamente enraizadas de algunos de los proyectos artísticos que se suelen citar como ejemplos interesantes a nivel internacional. Son ejemplares, precisamente, porque escapan a la homogeneización de discursos y de prácticas a las que parece haber conducido la globalización de las artes visuales desde los años setenta en su peor versión: la del capital, la franquicia y la falta total de ética. Reivindicar otras maneras de hacer, otros tiempos y otros discursos desde el comisariado, la producción y la mediación puede ser el camino a seguir para amasar el capital simbólico que está en juego.
A esa vía apuntan los textos de Cristina Garrido y de Rafa Barber Cortell, abogando por una relocalización que dé sentido a lo que se hace y a lo que se dice. Cristina habla desde la propia experiencia de la formación académica en una de las escuelas prestigiosas de Londres por las que parece que hay que pasar para pretender a una carrera global. Es una experiencia que se prolonga casi naturalmente en un periodo de más o menos precariedad profesional y económica, todo por el arte, hasta que una se da cuenta de que puede desarrollar su trabajo sin la presión del éxito allí donde se sienta más cómoda, sacándose de encima el tener que ejercer de embajadora o de abanderada de etiquetas nacionales. Si el éxito tiene que llegar, ya sabe dónde encontrarme. Recurriendo a la ficción, Rafa Barber Cortell imagina un futuro distópico en el que viajar barato ya no es una opción y en el que la escena global hiperconectada e hipermóvil deja de ser interesante porque solo unos pocos pueden participar. Partiendo de la paradoja del reconocimiento en el lugar de origen que no llega sin haber emigrado, la pregunta es ¿qué pasaría si volviesen todos los que se han ido? En este relato, las escenas locales se nutren de las experiencias diversas de todos los retornados, dando lugar a polos creativos y discursivos que acaban atrayendo la atención de ese mundo exterior al que se quería pertenecer. ¿No hay interés posible sin desinterés?
Que no todo es tan perfecto fuera también lo dice Oriol Nogues desde Paris. Reivindicando la sinceridad, su artículo expone las contradicciones que se plantean al artista emigrado a la hora de presentarse profesionalmente como individuo racional y coherente en todo momento, pero también al asistir a terribles meltdowns en redes sociales y apoyar desde la distancia por compromiso, por lo que pueda pasar. ¿Se puede salir de la obligación de mantener la faz por el bien de la representación colectiva? ¿Son los afectos y la sinceridad el antídoto a la competición constante en el mundo del arte?
Estas cuatro aportaciones, así como otras que he podido recoger en el marco de un trabajo de investigación más amplio, se alejan de lo que se defiende habitualmente desde las instancias responsables de la política cultural, tanto la interior como la exterior. Los agentes del sector español del arte contemporáneo no reivindican más Marca España ni más soft power, ni siquiera un etiquetado nacional de lo que hacen, sino mejores condiciones de trabajo y de formación, mayor reconocimiento profesional y más autonomía. Poder salir, si quieren, sintiéndose respaldados por un contexto interesante con el que mantener el diálogo y no tener que marcharse por desgaste, a empezar de nuevo en sitios donde la competición puede ser aun más ruda. La conclusión es que ningún debate que afecte al arte contemporáneo español puede hacerse de espaldas a los agentes del sector, tampoco el de la internacionalización.
"A desk is a dangerous place from which to watch the world" (John Le Carré)