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La sociedad contemporánea mantiene una compleja relación con las ruinas. Por un lado, las estructuras socioeconómicas neoliberales fomentan la obsolescencia de diversos tipos (programada, indirecta, por incompatibilidad, psicológica, estética, por caducidad, etc.), por otro, se muestran completamente incapaces de gestionar la proliferación de ruinas que dicha obsolescencia conlleva. Los ritmos cada vez más acelerados de producción en nuestras vidas acortan, cada vez más, la vida útil de productos, objetos y servicios. Desde el software que se queda antiguado meses después de salir al mercado, pasando por la actriz de Hollywood que deja protagonizar películas pasados los 35 años o la impresora que tras dos años de funcionamiento deja de imprimir sin razón aparente, la fecha de caducidad de (casi) todas las cosas y personas que nos rodean es cada vez más acuciante. Luchar contra esta tendencia se convierte pues, en una verdadera acción antisistema, en un acto de resistencia también en el contexto del arte. Las dinámicas de mercado aceleran el flujo de obras y artistas. El contexto del arte emergente demanda nuevos nombres constantemente y los artistas jóvenes se ven obligados a la incesante (hiper)producción de obras originales realizadas ex-profeso para exposiciones ávidas, no tanto de calidad, como de novedad y/o exclusividad. El artista emergente se ve así inmerso en la inevitable paradoja de tener que producir constantemente (ya sea tanto obra como dosieres de proyecto) si quiere seguir dentro de un sistema que, en la mayoría de casos, no le permite superar las condiciones de precariedad –inherentes al contexto– para así poder afianzar su carrera. Vive de esta manera, con la eterna esperanza de superar una frágil emergencia que parece abarcar todo lo que le rodea. Del mismo modo, los centros de arte e instituciones artísticas sufren las consecuencias de un sistema que a menudo los convierte todo el tiempo en obsoletos. A algunos, antes incluso de su misma inauguración. Sometidos a los vaivenes políticos, injerencias y constantes cambios en sus modelos de gestión, se convierten en meros contenedores culturales que, dependientes de una asignación presupuestaria cada vez más exigua, sobreviven a duras penas pero sin ser capaces de dinamizar un sector que es a su vez víctima de un aceleracionismo insostenible.
La selección de textos que compone esta editorial habla de las diversas vertientes de la obsolescencia y su inherente correspondencia con la ruina, su consecuencia más inmediata. Desde la relación de los artistas con herramientas ya consideradas obsoletas por el sistema –como en el caso del cine analógico– (Carlos Vásquez), pasando por la posibilidad de la ruina cibernética (Enric Puig), el concepto de ruina en relación con distintos modelos de centros de arte (Marisol Salanova), la construcción, deconstrucción y reconstrucción del lenguaje y el discurso en relación con la ruina (Javier Bassas) o la obsolescencia del cuerpo biológico versus las posibilidades que plantea el posthumanismo, entre otras cosas (Diana Padrón). Textos todos ellos, escritos desde un contexto muy concreto: el de la urgencia del cambio y la necesidad de un replanteamiento de las estructuras que condicionan nuestro funcionamiento como sociedad.
(Imagen destacada: Noah Scalin, Dead media)
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